27 de junio de 2010

PASOS Y PAISAJES II


-->Por los senderos cacereños en compañia de mi buen amigo Salvador Calvo Muñoz
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MINEROS DEL TAMUJA
Flama ardorosa del inicio del verano. Ya nos vienen amenazando con que vamos a pasar una estación de órdago, pero de órdago ardiente. Pues que el Señor nos proteja y nos libre, si puede ser, de esas calorinas insufribles que a veces asolan y calcinan estas geografías.
Hay que salir al campo con la fresca del orto y, a nada que asome el astro, refugiarse de nuevo en la sombra de los árboles o de las casas. Por las tardes es temeridad, está bien visto. Bueno, pues partimos hacia la contemplación de las huellas de nuestros antepasados. Nos acompañó esta vez nuestro amigo P. Pastor, químico, que además visitaba paraje familiar, no en vano procede, por rama materna, de estos pagos próximos al curso del Tamuja.
De Plasenzuela a Botija y allí, por esa vía comodísima y asfaltada hasta las estribaciones del los dos castros de Villasviejas. Y no nos vamos a detener ahora en contar los asombros y proezas de los antiquísimos vetones, que vivieron en ambas fortificaciones, porque ya lo hicimos en un anterior capítulo I de estos “Pasos y paisajes”. Bueno está lo bueno, pero no tanto y sin empachar.
Sillares graníticos transportados desde el batolito de Plasenzuela hasta el castro 2 de Tamusia
El caso es que, con la calor a cuesta, y el sudor acariciándonos las arrugas de la frente, JG nos trasladó un poco más abajo, curso del río, para entrar en un pago archinombrado en mentideros cinegéticos, y muy famoso por serlo, y mucho, las gentes que acuden en temporada de caza, a darle al dedo con fruición para quebrar el vuelo de la sin par “Alectoris rufa”. Bueno, dejemos eso ahora, y fijémonos en el portento de un río, con muchísima frecuencia de cauce semi seco, y hoy henchido de aguas sonoras y corrientes.
De pronto un viejo molino par de un puente, cuyos pilares son unas formidables piedras de granito, y más abajo “¡Voto a Dios!, que me espanta esta grandeza y que diera un millón por describilla, porque ¿a quién no sorprende y maravilla, esta máquina insigne, esta grandeza? “, efectivamente. Lo que fue una presa magnífica, colmatada hoy por los sedimentos, en los cuales medra un barzal verde y tupido, nos ofrece el espectáculo de sus muros de cantería y pizarra, con unos contrafuertes enormes y poderosos, que a un servidor recordaron a la emeritense Proserpina.

Presa del viejo molino levantada con los sillares de los castros de Villasviejas del Tamuja
Item más: estructura de un molino enorme, con sus dependencias, vivienda del molinero y vaya usted a saber y explicar el conglomerado de restos allí olvidados, que observan el paso de la eternidad. Ruedas de silex, arcos de ladrillos, troneras, ventanucos, etc, y todo arrullado por el son del agua corriente del viejo Tamuja.
Se nos va el espacio y no acabamos. No lejos, pozos de mineros, lúgubres estrechuras por las que descendían aquellos esforzados, para luego, en las galerías subterráneas extraer el mineral de plomo y plata. ¡Hay tanto que contar! Y además varios cerros de escorias, como si anduviésemos por las calcinadas soledades de Lanzarote.

Escombrera de piedras quemadas, que el químico y el geólogo entendían, pero con las que el paseante de ínfulas líricas no daba pie con bola. “Estos Fabio, ay dolor, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado”. Cierto. Además ni un pájaro, ni un animalito de pelo o pluma, ni un alma, nada. No más el calor vespertino del declinar de junio. Como el que sentían aquellos mineros, por ahí metidos en esas lóbregas galerías.
“¿Y dónde dice usted que está todo eso?”. Ahí. Muy cerca, yendo hacia Turgalium, a la diestra.


CABEZA ARAYA

Valle del Jerte abajo, hacia Plasencia, Cañaveral, Alconétar, Araya, y sigue hacia el sur-suroeste hasta el Alentejo. La falla de Plasencia. Una depresión del terreno, una hendidura milenaria, una gigantesca trinchera natural, una grieta inmensa que dio lugar a encajonamientos, valles, vados, llanuras entre sierras, navas, en fin, ya saben.

Batolito granítico de Cabeza Araya
Arroyo camino Navas del Madroño, pasando el escuálido cauce de la Rivera de Araya, cuando subimos la cuesta para encaminarnos hacia el “pueblo de las chimeneas”, o de los venteros, a la izquierda miramos Cabeza de Araya, una elevación del perfil del horizonte. Nos cuenta JG que hay allí restos de poblado prehistórico, castro vetón, huella de aquella gente a la que andamos siguiendo por la casi imperceptible realidad de sus difuminados vestigios.
Nos acercamos a las soledades de “El Vaqueril”, donde muy antaño caímos escopeta en ristre mi hermanísimo del alma A. Ballell y un servidor, echando plomo sin freno a unas bandadas de torcaces que poblaban ese soto ameno de eucaliptos. Aquella visita cinegética fue por gentileza de la familia Ruano, a quien Dios guarde. A las Navas hemos ido con frecuencia y hay, por ende, un haz de recuerdos en el almario.
En la famosa finca, hoy alojamiento rural, JG nos enseña un montículo, promontorio y elevación extemporánea del terreno: un túmulo. Y dentro de esa acumulación de tierra y piedras ¿qué hay? Un dolmen: lastras de pizarra, o grauvaca, dispuestas en círculo con un corredor hacia la salida del sol.
Volvemos hacia atrás y entramos por el viejo camino de Arroyo a Brozas. Decir viejo es decir muy poco: milenaria senda que, al menos, trazaron nuestros padres romanos. Es la que ahora denominamos Vía de la Estrella, que enlaza la de La Plata, desde Norba hasta Alcántara y penetra en Portugal.
Bien, pues luego del barzal tupido se nos abrió la anchura del valle del Araya, pero del Araya que va camino del Salor. Mañana soleada y dulce de la naturaleza abandonada. A fuer de tanto repetirlo, nos increpan; pero además es cierto ¡No hay más que vacas, ¡pertinaces bobaliconas!, en esos campos feraces de tan bellísima estampa!
A la diestra, allá en lo alto la susodicha Cabeza de Araya, más allá, al frente, nor-noroeste, el perfil milenario de Las Brozas, cuna de frey ( frey, no fray) Nicolás de Ovando , que conoció a la reina Anacaona, y de Luis Sánchez, que de gramática sabía un rato y ordenó morfemas, lexemas y sintagmas.
Anchuroso, sereno, idílico valle del Araya. Caminamos por el llano, entre las redondas pacas de forraje y levantamos una punta de ánades reales que nos pusieron en vilo el instinto cinegético. Y allí, en medio del fértil llano, dos promontorios inexplicables. JG nos lleva a dos dólmenes enterrados en su correspondiente túmulo y a un tercero, al descubierto, en medio de la mirada tonta de una vacada infame.
Túmulo dolménico de la Ribera de Araya
Araya. ¿Aravi lusitanos, y luego aravia y de ahí araya? Habría que ver qué dice Corominas del término. A la izquierda, hacia el sur-suroeste, Palacio Blanco. ¿Cuánta gente vivía otrora en este singular paraje? Muy cerca el Arroyo de Ancianes, de extrañísima toponimia. Ancianes, ¿Lancia? Otro día, otra ocasión.
Y volvemos a la trifulca urbana, dejando, como siempre, esas soledades en las que apenas percibimos ya los ecos del sugestivo pasado.
BULL STONE
Ni por asomo. No tenemos mínima idea de quién bautizó con el sintagma inglés esa piedra de forma caprichosa. El caso es que quien fuese le sacó parecido a un toro, y si además era inglés o americano, pues ya está el bautizo. Nos da lo mismo. Vamos a ver qué vimos en ese paisaje.
A lo largo de nuestra ya provecta vida hemos visitado ese paraje incontables veces. Antaño, a tomar el fresco en las cálidas noches de verano; luego, a ver repetidas veces el Lavadero para enseñárselo a unos y otros. Una vez escuchamos a F. Umbral, allí mismo, disertando sobre arte y pintura. Fuimos a la pesca de la tenca; chascamos de esto y aquello con C. Pazos y pegamos la hebra con C. Moriche sobre perros y conejos. Qué sabemos acá: barrueco, berrueco, barocco, barbara, felare, darii, ferio…La vida rodando entre silogismos y cancheras de granito.

Forma erosiva llamada "Bull Stone", en "Los Barruecos" de Malpartida de Cáceres

He aquí que allí, meros unos cuantos pasos, en dirección sur-sureste, un mundo entero de restos milenarios. Hay tumbas antropomorfas por doquier. JG nos cuenta y enseña las huellas, en forma de oquedades misteriosas, que el homo neolítico labró en la base de algunos canchos ciclópeos. Goyo nos lleva a una escalera labrada en la peña, ¿es escalinata de ara sagrada o simplemente una facilidad para subir a la atalaya del peñasco?
Nosotros miramos, oímos, fotografiamos y dejamos a los prácticos que comenten sobre esto y aquello. A nosotros, los de canana y escopeta, se nos van las mientes fácilmente cuando vemos el rascadero de un conejito o cuando pasa, fugaz, el vuelo de una torcaz. ¡Esta condición atávica!
Piedra Caballera de "Los Barruecos" de Malpartida de Cáceres

El paraje tiene un pálpito ineluctable: Hay ruinas milenarias por acá y acullá, y la acción de los elementos nos ofrece caprichos de granito que, si muchas veces vistos, no por ello cansan. Peñas caballeras de inexplicable equilibrio, abundantísimos tafonis, amplias oquedades en el mismo corazón de las piedras, el susurro de los siglos y el callado encanto de los testigos eternos de la vida.
Ese es el problema. Las piedras de nuestros antepasados siguen ahí, por más que el maltrato de las generaciones atenta contra ellas, pero nuestros padres romanos, nuestros ancestros y antepasados seculares…¿dónde están? ¿ubi sunt?
Deambulamos por el monte de granitos, barzal y pasto en una mañana templada del mes de junio. El cielo estaba nublado a medias y el calor, insoportable otros años en estas fechas, nos ofrecía el respiro aún de poder caminar sin agobios, calorinas ni solajeras. No tardará mucho en caer, sobre estos campos, el martillo candente de la tórrida estación inminente, y a ver quién ronda entonces por ruinas y recuerdos bajo tan impío sol de justicia.
Acérquense. Ya saben que está ahí cerca, a tres o cuatro leguas; mirando hacia el sol cuando va camino de poniente. Y dispensen que, en estos tiempos zaragateros y salobres, atiborrados de preocupaciones y desasosiego, nos dediquemos, en vez de recargar con rabia el tambor del revólver, a mirar y remirar el paisaje que nos circunda, a huir del presente y a evocar el remoto pasado.
Habrá que callar, por más que con la frente…” Siempre Quevedo.



POZO MATANZAS


Arribar, arriver, arribar, arriver…Hubo un cruce de caminos gráficos y se coló el gazapo, efectivamente. Cuando caí en la cuenta y quise corregir el error, el conejito ya había salido y huía, indemne, hacia el papel escrito. Ideo praecor…Yo pecador me confieso a Dios, etc.
Y otro: dije “trueque” y apareció “troque”…¡Esos diablos de las máquinas!
Lo zafio es lo otro. Dijo el poeta: “Del público ignorantón/ las burlas me dan empacho/ todos me llaman borracho/ y casi todos lo son”. En efecto. Es el riesgo del que asoma la cara a la ventana. La condición insana de los ignorantes convierte en proyectiles su rastrera envidia. No saben ni leer, ¡cuánto más entender un texto!
¡Que ladren!¡que ladren!...Y a lo que estamos. Pasos y paisajes.

Ermita de Nuestra Señora de la Luz, Arroyo de la Luz.
Pasos, los que dimos ayer por la Dehesa Boyal, inmensa, que se extiende entre Arroyo y Brozas. La braña de pasto y encinas se alarga al norte de Nuestra Señora de la Luz hasta entrar en el término brocense por el cordel de merinas, también conocido hoy como Vía de la Estrella. Afloran las formaciones de granito, en las cuales, y sobre todo en torno a algún enclave sacro, las necrópolis dejan ver, en forma de sepulcro labrado en la peña, su misteriosa huella del pasado. Y más testigos: las prensas oleícolas, las de aceite digamos, que los vocablos cultos encocoran a los ignaros, ¡Cáspita!

Necrópolis visigoda en la Dehesa de La Luz (Arroyo)

Dehesa adelante, tal vez una legua, el Corral de las Vacas y allí un paisano, que venía en su bici, nos puso en dirección al Pozo de las Matanzas. ¿Qué matanzas? ¿Las de los cochinos, con su parafernalia de chillidos, cuchillos, artesas, lumbre, chamuscamiento y descuartizamiento de la víctima? No, no es eso.
J.G. nos cuenta que ha oído, o leído tal vez, que en la lejana era aquella de la reconquista de estos predios cacereños del reino de León, quizás en época del rey Alfonso IX, hubo un fuerte y cruento choque entre las mesnadas cristianas y las agarenas, ¡los moros, coño!. Y en el paraje que pisamos ayer, en medio de la feroz batalla, (se) apareció La Virgen, que iluminó con su protección a los cristianos en detrimento de la morisma. De ahí la Virgen de la Luz, clarísimo.
Bien, la gran mortandad dio nombre al susodicho pozo, al cual nos acercamos, chapoteando en el valle, aún anegado por las últimas aguas. Sigue allí, con su estructura de granito y flanqueado por dos tumbas antropomórfas.
Algo más al norte, cuando la dehesa de pasto se enturbia en un monte de breñas y sardón espeso, JG nos llevó a ver unos extraños restos de pared, que dibujan en el suelo, a tramos a veces imperceptibles, lo que fue reducto ¿de qué? ¿alberca, zonche, piscina, abrevadero? El caso es que la argamasa que los forma nos aventa a épocas ¿romanas? ¿alto medievales? Cualquiera sabe. El quid es que las alcahuetas de la Historia, que son las tégulas romanas, abundan en el paraje boscoso de modo primordial.
A todo ello, añadiremos que mayo soleado iba ya dejando sobre los campos una solajera de las llamadas “de justicia”; que se nos fue caldeando la piel al viento y que la necesidad de un reconstituyente refresco nos alejó del escenario que comentamos.
Tumbas, prensas, paredes, brocales, tégulas. Si no fuera por la omnipresencia de las pertinaces vacas podrían oírse, o sentirse, con algo de suerte, los ecos de aquel pasado que tanto nos atrae. Pero, por desgracia, hasta estas soledades campestres ha llegado la mano estúpida de los grafiteros actuales que, como los ignorantes comentaristas, pretenden incordiarnos y ofendernos.



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SOBRE HÉROES Y TUMBAS

Cuando, hace la friolera de cuarenta años, estudiábamos en la docta Salamanca, por obligación primero y luego por afición, descubrimos el inmenso y asombroso universo de las letras hispanoamericanas.
En la carrera no fue más que una asignatura de cuarto o quinto curso, pero en la vida cotidiana, fuera del Alma Máter, la inmersión en las lecturas de los grandes prosistas, y poetas, hispanos, fue toda una circunstancia que determinaría nuestra percepción de la vida, la Geografía y la Historia.
Entre los numerosos títulos, nunca olvidaremos la lectura de “Sobre héroes y tumbas” del gran Ernesto Sábato; y sobre todo la del terrible “Informe sobre ciegos”, incluido en la susodicha obra.
Y ¿a qué ton este prefacio de la Historia de la Literatura hispanoamericana? ¿Es que no ha habido escurribanda por los alrededores de Norba?...Precisamente. Y la hemos dedicado sobre todo a la contemplación de algunas de las numerosas tumbas que pespuntean determinado tipo de parajes. Por eso hemos recordado ahora el título de esa magnífica novela del eximio ingeniero rioplatense.

De lo que no hablaremos es de héroes, al modo que entendemos el significado del término. Aunque buena falta nos haría algún que otro héroe que nos sacara del presente marasmo, vive Dios. Bien, héroes, en tal caso, aquellos anónimos canteros que con maza, buril y cuña horadaban las piedras de granito para dejar los cuerpos de sus difuntos en la oquedad labrada a golpes.
Las tumbas de los moros, reza la tradición oral de la gente llana de los pueblos. Y es raro el lugar de nuestra cercana geografía en el que no hay algún ejemplo de esas tumbas labradas en los berrocales de granito o en las formaciones de pizarras. Qué moros ni qué ocho cuartos. Lo cierto y verdad es que, tras casi ocho siglos de presencia sarracena, dejaron poca huella, dado su empeño en arrasarlo todo antes de que las gentes cristianas ocuparan lo anteriormente ocupado por ellos.
Tumbas antropomorfas romanas, labradas en los canchos, en las formaciones pétreas con la intención de durar y perdurar a través de los siglos. Por eso nos atraen tanto y por esa intención perdurable nos acercamos con frecuencia a la huella de nuestros ancestros hispanorromanos.
Recién, en la dehesa arroyana que circunda la ermita de Nuestra Señora de la Luz pudimos contemplar las tumbas de las que hablamos, amén de las frecuentes prensas de aceite, también esculpidas en los canchos de granito. Y en las cercanías de la ermita de Nuestra Señora del Prado, ese idílico paraje casareño, tumbas romanas, prensas, huellas de aquel remoto mundo que nos trajo Roma.


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AQUA LIBERA

Mira que habremos pasado veces por Aljucén. Ya no recordamos bien, pero tal vez, hace años, la vieja carretera tocara alguna esquina del pueblito; luego la nacional te hacía pasar a un tiro de piedra, y ahora, desde la autovía se ve, pero ya ni se roza.
Al cabo de una calle, ya mirando hacia la salida que te planta de nuevo en la carretera, camino de Mérida, está la casa de Santi Feijoo “et uxor”, es decir “y señora”, si me permiten los airados enemigos de los latinismos, a los que somos, sin embargo, tan propensos y aficionados.
Llevamos ya un montón de años evocando, buscando, recorriendo y viviendo la huella de nuestros padres romanos y por fin nos hemos encontrado con la horma de nuestro zapato. No hay modo de darle para atrás a la manivela de la Historia ni del tiempo, pero sí que podemos sentir algo parecido al latido de aquella, ya tan lejana vida, que fue el gérmen de todo esto que nos acontece ahora.
El genio, el trabajo, el talento, el pecunio y el afecto que Santi ha puesto en esa obra suya nos han permitido disfrutar de ese escenario peculiarísimo que es “Aqua libera”.
Casa romana AQUA LIBERA en Aljucén, cerca de Mérida

Una casa rural de estilo romano. Y con baños termales y cuidados. Además al alcance de todos. Y sobre todo de los que, como nosotros, sienten la inefable atracción por Roma y todo lo que ese nombre propio representa.
Después del vestibulum, el atrium cum impluvium, ya saben vuesas mercedes, el vestíbulo de entrada y luego un breve patio abierto al cielo para recoger el agua de la lluvia. Un poquito más adentro el peristylum con sus columnas, y en él el triclinium.
No es el caso ahora de contar y recontar cada uno de los mil detalles que hacen de esa casa un rincón especialísimo en el que conocer, y reconocer, el pálpito de lo que fue una vida, o un modo de vivir, que se apagó hace la friolera de casi dos mil años.
Y las termas. Por los clavos de Cristo que el decoro me sujetó, pero estuve a punto de despojarme de los ropajes para sumergirme en esos atractivos baños de agua templada que, bien seguro estoy, no habrían de dar sólo sosiego a mis atribulados huesos sino a los avatares de este pertinaz y unamuniano “sentimiento trágico de la vida”, que estos tiempos zaragateros nos cargan sobre los hombros y el corazón.
Embalse y Presa de Proserpina recientemente restaurada

Y Santi Feijoo, que vino “da nossa terra” nos llevó luego a Proserpina, desde donde se ven las colinas sobre las cuales se levantaron, hace tanto, las villae romanas en torno a la magnífica civitas, que trazaron entre el cauce del Albarregas y el Guadiana.
Acueducto romano procedente de la Presa de Proserpina
¿Cuántas veces hemos estado en Emérita Augusta? ¿Cuántas hemos mirado, al pasar, el Acueducto de los Milagros?...Incontables. Pero eso: hemos mirado y apenas visto la formidable obra que allí se yergue aún per saecula saeculorum. “ ¿Y a quién no sorprende y maravilla esta máquina insigne, esta grandeza?” dice Cervantes en aquel famoso soneto. Efectivamente. Pónganse sus señorías cabe las nobles piedras de granito, arcilla y todo lo demás, que conforman tan eminente monumento y ya verán el asombro. Para acabar la impagable jornada, nos asomamos a la tenebrosa oscuridad de una subterránea obra de captación de aguas que aún dura y perdura en los aledaños de la ciudad de los “emeriti”. ¿Y saben quién pasa por allí, camino del norte? La Vía de la Plata. Hay tanto que comentar…¡gracias Santi!



EL TRASQUILÓN

La primera vez que visitamos la sin par casona fue en compañía de nuestro amigo Fernando Cid, joven y acertadísimo poeta lírico, amén de experto azoriniano, y que está emparentado con los actuales propietarios del magnífico y asombroso enclave.
De entonces a hoy, recién hemos repetido la visita, ha brillado mucho el sol y hemos perdido la cuenta de los años. Tanto da. El caso es que fuimos hace unos días para lambudear en torno a la casona, por los alrededores de la charca y por los restos de lo que fue mina, excavación, industriosa máquina o vaya usted a saber.
Lucía el astro en el cenit cuando arribamos a la entrada de la propiedad. Al poco, un amable hombre de campo nos recibió y aceptó nuestras disculpas por aparecer allí sin invitación alguna. El nombre de nuestro amigo Fernando Cid nos aseguró la amable atención del arrendatario de la hacienda.
Casa solariega de El Trasquilón (Cáceres)

¡Oh, grandes muros de Historia coronados! Realmente el perfil de la casa es espectacular y admirable. Qué grandísima lástima que la cercanía a la misma trueque y cambie aquella lejana admiración en una decepción lacerante, en cuanto nos acercamos a la realidad penosa del monumento.
La casa solariega de rectos perfiles y admirables líneas es aprisco, redil, majada, corral, encerradero de unos cientos de merinas. A salvo de la huella de las ovejas se mantiene el cuerpo central de lo que fue vivienda, pero las traseras, cuadras y caballerizas están anegadas de la presencia insoslayable del rebaño. Por consiguiente, la catinga del hedor a excremento ovino es de una intensidad difícilmente soportable.
Los aledaños inmediatos de la formidable construcción, que por cierto es de finales del siglo XVII, constituyen un “barrueco” de canchos de granito, que se asoma en un clamor de balidos, hacia la charca inmediata, de aceptables dimensiones.
Al fondo el perfil de la Sierra de la Aldehuela, o “Aldihuela”, como dicen algunos mapas y libros, que nos oculta, dirección nor-nordeste, las campas de Santa Ana y esas nuevas urbanizaciones, que se han comido buena parte de la ladera norte de dicha sierra. Y mirando en esta dirección que decimos, un poco a la izquierda, hacia poniente, los restos de lo que fue, no hace tanto, explotación minera.
Según nos cuenta nuestro amigo Juan Gil a mediados, más o menos, del siglo pasado allí se trabajó en la extracción de la casiterita, de la que se obtiene el estaño con su consiguiente aplicación industrial. El caso es que, seguramente, hace cientos de años, anduvieron por estos pagos, que ahora contemplamos, gentes venidas de Oriente Medio con las mismas intenciones. Bueno, cosas de la Historia.
Dice nuestro amigo Antonio Navareño que en 1753 era señor y dueño de la propiedad Don Pedro Roco de Godoy y Contreras; apellido ilustre de hidalga familia cacereña. Y Don Alfredo Villegas, en su Libro de Hierbas, cita como propietaria a principios del pasado s.XX a Dª Carolina de Ulloa y Calderón, condesa de Campo-Giro.
Miliarios de la Vía de la Plata recogidos en las cuadras de El Trasquilón

“Viene gente como nosotros a ver esto, ¿verdad amigo?”, comentamos.
“Sí, bastante. Y peregrinos, de esos que pasan con la mochila. Alguien les habrá dicho lo de los miliarios y se acercan a verlos”, nos comenta nuestro amable anfitrión.
Ocho o diez formidables columnas que soportan el peso de dos mil años de edad y varias toneladas de estructura aguantan impasibles en las nobles caballerizas la empalagosa e insoportable hedentina que arroja la insufrible población de ovejas. ¡Tristes miliarios imperiales! ¡Qué castigo tan injusto, qué humillante condición para los vigilantes de la Calzada Romana! ¡Vae victis!



ERMITA DE SANTA ANA

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Cir nº 3. Así lo llamábamos antaño.¿Cuántos marcamos allí el caqui?. Miles y miles de cacereños, y de otras regiones. Gallegos, vascones, granadinos, madrileños. Honra y prez de la patria. Otros tiempos. Barracones de madera. Yo hice más guardias, de armas y de botiquín, que la Susi, aquella mona hostil que había en el Cuerpo de Guardia del cuartel. Bueno, otros tiempos, otros usos, otros modales.
Mañana luminosa de abril. Acudimos al Campamento de Santa Ana y nos reciben, muy amablemente, el Tte. Coronel Rincón (Juan Carlos) y el Comandante Parcero (padre de Mikel), ambos ya conocidos, y tan atentos y gentiles como de costumbre. Soldaditos por acá y por allá, motivos propios del lugar, magníficas instalaciones modernas en consonancia con los tiempos. En la entrada, una escultura zoomórfica; será obra prerromana, a saber, un berraco celtibérico o algo así, me pregunto, y pronto me sacan de mi ignorancia. Cerca, una ametralladora, de la Primera o de la Segunda mundiales, cualquiera sabe. Hay gentes que huyen de las armas como gato escaldado del agua hirviendo, y sin embargo a mí me atraen y fascinan.
El campamento fulge en una serena y apacible mañana azul. Allá abajo, antiguamente potrero de hípica, creo recordar, la ermita de Santa Ana, que nombra al amplio paraje del campamento, y ya, empezando la cuesta del arapil, que oculta el campo de tiro, par de la Sierra de la Aldehuela, la cueva de Santa Ana.
Ermita de Santa Ana en el CIMOV (Cáceres).

A temporadas, brigadas de estudiosos y prácticos horadan, escarban, extraen, barren, limpian y clasifican objetos, restos, testigos del remotísimo pasado de quien, tal vez, tuvo allí vivienda o refugio o vaya usted a saber.
Por allí cerca, San Benito, Santa Olalla (Eulalia), Santa Lucía y tal vez me deje alguna otra ermita en el tintero. Y también, ¡ay!, nuevas edificaciones para el poblamiento humano que han aparecido, sin ton ni son, en medio de bosques de encinas o alcornoques. Así será, así es, si así os parece, pero…
Deambulamos en amena charla con nuestro amigo el comandante y dejamos el campamento, con sus clases de formación, su instrucción militar y el pálpito propicio para una instalación de tales características.
Visita breve a la Cueva del Conejar. Se ha quedado presa, la pobre, en una urbanización recentísima. Al cabo: Un boquete en el suelo custodiado por alambradas, vías aceradas y posiblemente, en un mañana no lejano, por cientos de casas.
La Delapidata, que llegaba por el alcor que se extiende frente a las instalaciones militares de Santa Ana, se ve zarandeaba por nuevas urbanizaciones que borran todo vestigio de su presencia. Recién, el obraje de una rotonda nueva ha debido mover y remover el trazado de la vía de nuestros padres romanos. Vae victis.
Campamento de Santa Ana. Toque de fagina, toque de retreta, toque de bandera, toque de silencio. Allí, sentados en la puerta del botiquín, en aquel verano de hace tantos años, echábamos interminables cigarritos mirando la noche calma del serrajón de la Aldehuela; mientras, en nuestros sueños de futuro hacíamos cábalas sobre esto y aquello y lo demás allá, que habría que traernos la vida sin trinchas, correajes, galones, y gorras.
Una visita muy agradable y nuestra gratitud para los jefes (Tte. Coronel y Comandante) que tan gentilmente nos recibieron.



LAVADERO DE LANAS DE SAN MIGUEL

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Fue una mañana de esas de sol a raudales, una solajera entre estos días de nubarrones, chaparrones y lloviscas intempestivas a cualquier hora. A la diestra de esos arenales poblados que dormitan en el llano se extienden las fincas de canchales graníticos, someras correntías y charcas a granel, aparecidas hogaño debido a la generosidad de las frecuentes lluvias.
Nos costó tres veces recorrer los carriles, que apuntan hacia el norte, para llegar, al cabo, al paraje perseguido y por fin encontrado. Por un lateral de la charca de Lancho se escapa una corriente de agua sonora y generosa que, proveniente de los alrededores de Norba va camino de Petit o de vaya usted a saber. El caso es que tras la barranca de Lancho la ruina de los molinos, y donde antaño hubo trabajo, gente y molienda hoy es reducto de soledad, casa de santurrostros, nidada de cigüeñas, reino de las junqueras y señorío del abandono y el olvido.
En el paraje del gorjeo del agua, pía el herrerillo, croa la rana, arrulla la turca y a veces, en lontananza, crascita el cuervo. A nuestra presencia, levantan sus alas, molestas, las pertinaces cigüeñas, sin que, por nuestra parte, haya la más mínima intención de perturbar su reino de desolación y excrementos. ¿Y eso qué es amigo Jugimo?
Ruinas del Balneario de San Miguel

A cuatro pasos del molino principal, una extraña estructura se deja comer, y ocultar, por el sardón salvaje que la va cubriendo. “Es un balneario. Se pueden ver aún los cuatro departamentos, en los que tomaban sus aguas los que necesitaban sus vetustos remedios. Aquí hay un manantial de aguas azuladas con propiedades terapéuticas. Todo se ha venido abajo y es una lástima su estado actual”.
Cuánta razón la de nuestro amigo. Seguimos la andanza y, sorteando dificultades de espino, deambulamos por el páramo turbado por el sol. Nuestro amigo Jugimo va en pos de los posibles restos de un antiquísimo altar romano, que llegó a ver, hace años, en lo alto de un arapil. Las máquinas buldócers del dueño de la finca, o de quien fuese, dejaron el paraje como un erial asolado sin restos de ninguna clase. Vaya por Dios. De todo esto y de otras cosas aquí encontradas sabe un rato nuestro amigo Francis Acedo, al que habremos de acudir para que ilumine nuestra ignorancia. Por ejemplo, dice Francis:

Este sería el caso de las dos cabritas de bronce con inscripción encontradas en 1885 por un labrador en "La Zafrilla", finca situada a unos tres kilómetros al noroeste de Malpartida, en las cercanías del antiguo camino romano que conduce a la localidad de Arroyo de la Luz y al Puente de Alcántara, y que fueron entregadas junto con otros objetos romanos (varias pesas y una cara femenina labrada en hueso) y varias hachas de piedra, al propietario de los terrenos de la dehesa “La Zafrilla”, D. Miguel Jalón y Larragoiti, XII Marqués de Castro Fuerte.”
Lavadero de lanas de San Miguel

Y luego fuimos a ver lo que queda del palacio y residencia del susodicho D. Miguel Jalón. “Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora, campos de soledad, mustio collado…” Pues efectivamente, los versos de Rodrigo Caro, como anillo al dedo.
Bueno, ya saben vuesas mercedes, cada vez que salimos a los alrededores de Norba, encontramos huellas de aquel fértil pasado, que hoy son ruina, polvo, humo…nada.
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VALLE DEL JERTE

Tierras del norte. Ineluctablemente nos sentimos atraídos por esos paisajes de cantería y madera, de árboles centenarios y arroyos caudales de cauce sonoro. Tierras del norte. Norte de Cáceres. No hace falta que vayamos, que siempre vamos, al norte de la Península. También hay norte en esta región de la Meseta Inferior.
Nosotros, los del llano, los de la dehesa y el serrajón, los de la jara, el tomillo , la retama y el lentisco, nos acercamos, si podemos, cada dos por tres, a la sombra de esas casonas pardas del norte. Desde Valverde del Fresno a Madrigal de la Vera. El norte cacereño, montañés, colgado de la depresión natural que parte en dos la Meseta Central.
Hervás. Aún no hierve con el bullicio estival. Aún, una serena calma, un pálpito tranquilo rueda por el parque y las calles solitarias. Subimos, ¡Cristo bendito!, las cuestas empinadas de la escuálida carretera que trepa hacia el Puerto de Honduras.
Castaños, luego robles, y al cabo, casi arriba, en las peladas cumbres, los piornos, el matorral bajo, las piedras rotas, escarchadas y desnudas; y, a tiro de ballesta, la nieve de las cumbres.
Como por milagro, el alma, transida de tanta ciudad y de estrecheces, se expande, vuela, se despereza y planea por tan magnífico y desasosegado ámbito.
Comenzamos el descenso hacia el Valle. El Jerte, caudaloso y sonoro tras las fértiles lluvias de invierno, va deprisa hacia su padre Alagón. Días de cerezos floridos. A la soledad pura de las cumbres ha sucedido la algarabía mundana del turismo en aluvión, que ha venido a ver la blancura nívea y vegetal de los cerezos del Valle.
El Valle del Jerte desde Tornavacas

En Tornavacas, casi ya asomándonos a la meseta abulense y castellana, el refrigerio obligado del mediodía. Delicias del fogón: La tierna paleta del chivito a la pimienta. El Valle del Jerte bulle de visitantes que, a medida que va cayendo la tarde, fluyen, como un río paralelo de coches, hacia el encuentro de Plasencia.
Nuestros amigos cántabros nos inquieren por la ecuestre figura del rey que guarda la vieja puerta de la muralla. Es don Alfonso el Octavo, el rey castellano que concertó una armada cristiana de diversos reinos para hacer frente, de una vez y muy en serio, a la dominación sarracena de las tierras hispanas meridionales.
En la ocasión de las Navas de Tolosa se confirmó lo que tarde o temprano tendría que suceder: Desde Tarifa hasta Roncesvalles es Hispania y no tanto Al Andalus. Fue precisamente Alfonso VIII el rey que pobló estos predios placentinos. Desde la calzada romana, Vía Delapidata, hacia poniente, León, y hacia oriente, con Plasencia, Castilla.
El encanto de la plaza en el punto de la media tarde. ¿Y allá qué asoma, de tan delicada filigrana arquitectónica? Es la catedral de Plasencia, amigos míos. Hay que descubrirse, una vez más, ante la maravilla gótica de Rodrigo Gil de Hontañón.
Nos vamos. Allá en las alturas, la soledad de Honduras, el silencio y, no más, el susurro del viento frío de la noche entre el Ambroz y el Jerte.
S.C.M.


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