1 de agosto de 2009

PASOS Y PAISAJES I

Por los senderos cacereños en compañia de nuestro amigo Salvador Calvo Muñoz:

1.- EL MONTE-RÍO

Así fue que, mientras tajicaba un palo con la navajita que ha tenido la gracia de regalarme nuestro amigo Francisco Pedrazo, ese artista de la madera y el acero, se nos ocurrió la idea de ir, de una vez, a visitar ese cerro, par del cual, tantas miles de veces hemos pasado indolentes y distraídos.

Antes, se nos ocurrió entrar en la churrería del Casar, para aliviar algo la gazuza mañanera con un cafelito y los churros consiguientes; a los que, por cierto, nos invitó nuestro amigo y condiscípulo Jesús Bermejo, compañero en aquel internado franciscano, tantas veces citado en estos deambuleos por pasos y paisajes.

Dejamos el auto donde la N-630 le mete un tajo decisivo a la calzada romana. Allá donde la Delapidata llega después de haber emergido del negror de las aguas y serpea hacia las estribaciones del Garrote.

Comenzamos la lenta y distraída ascensión zigzagueando y observando los componentes del suelo. Yo, por mi condición cinegética, con los sentidos puestos en guardia, para la constatación de la presencia de alguna forma de vida silvestre.

El Cerro Garrote

Ecole quá. Las pizarras fueron alternándose y dando paso a los dientes de perro de las areniscas grauvacas, que parecen pizarras pero no lo son. Y en un tris, las humildes y blandas losas grises dieron paso a la presencia definitiva de cantos rodados y arenas. ¡Por el Chápiro Verde! A medida que subíamos más y más elementos de los susodichos. ¿A qué ton materiales de las orillas y del fondo de los ríos, en las laderas de un promontorio semejante?

"Pues espérate, que vas a ver lo que hay ahí arriba", nos comentó nuestro amigo, práctico en estas lides. Arriba, una meseta, mesa dirían en Nuevo México, llena de bolos enteros o partidos y de arenas. ¡Pardiez! ¿Pero qué hace todo esto en estas alturas? Esto no tiene sentido.

"Pues claro que lo tiene. Hace miles de años, esto era el curso de una corriente, y debido al encajonamiento del río Tajo y a un movimiento a través de fallas, se elevó el terreno, formándose esta meseta, mesa o cerro". Nuestro amigo, el práctico, sabe explicárnoslo y lo entendemos; otra cosa es que un servidor, cazador de mano, no sepa hacerlo ahora, y sobre todo porque en aquel momento el aleteo estentóreo de un bando de perdices lo sacó de sus casillas y absorbió toda su atención. Maravilla milagrosa que en año tan nefasto ese bando medrase y nos ofreciese la belleza de su presencia.

Pero bueno, ¿de qué cerro nos está hablando usted? Ya lo he nombrado. Del Cerro Garrote, que está por ahí por Alconétar, y en cuya cima hay tres dólmenes, monumentos funerarios magníficos; sólo que, sobre uno de ellos, in alter tempore, los técnicos del Instituto Geográfico Catastral plantaron el mazacote de cemento de un punto geodésico. ¡Hala! ¿Qué más da? ¡Total, un montón de piedras, ¡no?!



2.- TÚRMULUS

Fuimos primero a ver lo que queda en La Chanclona, a un kilómetro más o menos de Al Zambug. En realidad a recordar, porque yo, natural de aquel pago, he estado en ese bohonal un millón de veces. Campos de soledad, mustio collado. Las pertinaces y omnipresentes vacas tienen el huerto de La Pulgosa hecho un mar de infinitas bostas. Y como no llueve, los veneros no arrastran esas inmundas toneladas de deposiciones. Maldita sea la sequía infame.

Hay, aún, miles de restos de tégulas romanas, lo que quiere decir que allí hubo asentamiento de una o más villae . Las aguas de La Chanclona han sido siempre las que han calmado la sed de los naturales acehucheños. Ahora, incluso, cuando hay dificultades en la red principal, creo que conectan con el viejo manantío del Camino de Portaje, o de Cachorrilla y Pescueza, que ya no sé muy bien cómo era la cosa.

Las prospecciones secaron el añejo pozo del que se surtieron las aguadoras durante milenios y el gran álamo, que dio sombra a los que allí acudían a por agua, se secó, murió y de él no hay más que el recuerdo de los que lo conocimos. Vae victis.

Regresamos y nos detuvimos al pie de la puente. Lo que son las cosas y los tiempos. Toda la vida pasando por ahí y no habíamos visto nada. Cuando niños, en aquellas tartanas, por la vieja carretera, ni cuenta de que allí, en medio del Guadancil, entre la maleza de tamujas, retamas y barzal tupido, había todo un enorme cementerio más viejo y antiguo que la humanidad misma. ¡Por los clavos de Cristo!, cuando nuestro amigo nos habla de los miles y millones de años que tienen algunas cosas que vemos, a mí me da un vahído vertiginoso, es decir, que el vértigo de los tiempos me procura vahos de ansiedad y desasosiego.

Pero un temblorcillo de emoción anda por los huesos cuando acaricio esas piedras que también acariciaron antes aquellos humanos antediluvianos. Y no digamos si conecto con mis venerados romanos.

Cuando en el año 68, ¿o 69?, las aguas del Tajo inundaron el valle, aquel campo de túmulos desapareció de nuestra vista, y ha sido ahora, que el nivel del agua ha retrocedido tanto, cuando ha quedado a la intemperie ese vetusto cementerio. La masa vegetal, que ocultó durante siglos ese campo de enterramientos, ha desaparecido y, por lo tanto, los monumentos, ya derruidos, han vuelto a recibir la luz del sol.

Túmulos por doquier, túmulos, ¿túrmulus? ¿No sucedió, acaso, que un pretérito copista escribió sobre la tierra de tantos túmulos, túmulus, y se coló, de rondón, una erre traviesa. Tú(r)mulus.
Antonio Norbano está leyendo un reciente libro sobre esto que mencionamos. Tendremos que enterarnos y que nos disculpe el autor por no poder recordar ahora su nombre.
Túrmulus, Alconétar- Santiago Molano sabe bastante sobre esto. Natural, porque desde Garrovillas seguro que oye aún los pasos de las legiones que tantas veces se pararon a descansar en la mansio próxima al cerro Garrote. Garro-villa. La villa del Garro, ¿o del Carro?.


3.- LA SIERRA DEL PIMPOLLAR

La del alba sería, mientras las turbas etílicas de nocheniegos asomaban a Hernán Cortés desde los bajos de La Madrila, cuando Juan y un servidor partimos hacia el perfil de La Villuerca y los aires de Cañamero y Guadalupe. No puedo reprimir un quedo lamento de melancolía cuando me acerco a ese rincón de la provincia y, por fuerza, evoco aquellos ejercicios espirituales que disfrutábamos, una vez al año, en aquellos días de adolescencia y estudios franciscanos. ¡Qué caramba! Lo de menos era la salvación de nuestra pérfida alma y lo demás el libre fumeteo y las sabrosísimas comidas con que nos alegraban el paladar los buenos frailes del Monasterio.

Dejemos ahora "recuerdos de niñez y mocedad" y volvamos al menguado presente. A Truxiello se llega ahora en autovía en un cerrar de ojos. Madroñera, Herguijuela (Erguijuela, Igrejuela, Eclesiola), Zorita, Logrosán y ese promontorio inexplicable en medio del llano. Después Cañamero, y allá al fondo, La Villuerca y Las Villuercas.

En el bar de costumbre, los cazadores cañameranos (¡qué manía con los trajes de camuflaje!) y un buen plato de migas con torreznos, pimientos, ajos, y un apetecible huevo frito. Sorteo y ¿dónde nos ha tocado?: En la cuchilla de la Sierra del Pimpollar.

Ya se llega, a cuatro pasos del puesto, montado en uno de estos cochazos todoterreno como el que oye cantar. Y allí arriba, desde el magnífico otero al que nos había llevado la diosa Fortuna, el dios Eolo, furioso y enérgico, nos zurró la badana de lo lindo durante las tres o cuatro horas que duró el monteo.

"¿Y aquella cordillera cual es, Juan?": "La Sierra de Pela"; "¿Y aquella otra?" "La Siberia"; "¿Y ese valle tan largo?" " La vega del Guadiana"; ¿Y ahí detrás" "Guadalupe y más allá Alía, y al fin y al cabo todo esto son estribaciones de los Montes de Toledo". Mientras nos embebíamos mirando, oteando y columbrando el infinito horizonte que se divisa desde las alturas de la Sierra del Pimpollar, en la vega del Ruecas el tiroteo a la caza retumbaba por sus callejones y rañas.

"Oye, ¿y esos corrales derruidos que hay ahí a dos pasos, qué son, un castro?" "No, son lo que queda de nidos de ametralladoras de la Guerra Civil" "¡Córcholis! Pero si tenemos aquí la mismísima memoria histórica, esa que dicen. Voy a ver si queda por ahí el espectro de algún soldado y me cuenta algo de aquello". "Déjate de enredar y atiende".

"!Juan!, ahí viene un ciervo ¡anda con él!". ¡Bum!

A nosotros la montería nos gusta mucho, pero esas montañas, esos horizontes y tantas historias de ámbito tan inmenso y entrañable nos distraen el furor montero. Tan es así que, en un momento, algo avanza por el jaral y yo lo espero con la escopeta de Juan en las manos. Cuando el venado asoma al acero no le disparo y huye después de que el rifle del vecino le largara tres trallazos al aire.

Media la atardecida cuando, luego de algo de cháchara en el moridero de las capturas con los conocidos, nos calentamos el frío de la ventolera con un café y emprendemos el camino de regreso.

Allí quedó el paraje donde un oso mató a Sancho Fernández. Allá las brañas donde el Rey Onceno monteaba a su albedrío y allí el grácil tintineo de la fuente del claustro gótico del Monasterio, donde dejamos un jirón dulcísimo de nuestra memoria.



4.- LA VIEIRA JACOBEA

Desde hace ya bastante tiempo, años incluso, la Asociación de Amigos de la Calzada Romana, o Camino Mozárabe de Santiago, o Vía de la Plata, andamos en el desasosiego continuo de la contemplación desafortunada y penosa del lamentable estado de nuestra querida y antiquísima carretera.
Mucho nos congratula el afortunadísimo hecho histórico de la coincidencia del camino que emprendían los mozárabes cristianos peregrinos medievales en pos del sepulcro de Compostela con la vetusta calzada por la que tanto transitaron nuestros padres romanos, “Iter ab Emerita Asturicam”: ¡Pardiez! ¡La Vía de la Plata!
Lo hemos repetido hasta la saciedad y el tedio: Desde hace años, la afluencia de nuevos caminantes, hacedores del viejo camino mozárabe, crece de continuo. Y lo más curioso: El porcentaje de caminantes centroeuropeos es notorio.
Bien; pues llegan a Cáceres y el desastre es definitivo. Hasta hace un año, poco más o menos, no había más que unas esporádicas flechas de pintura amarilla para orientarlos. Luego, han aparecido en el suelo algunas placas con la silueta del Arco de Cáparra atravesado por una línea amarilla. Loable intento de orientación. Pero ¡se ven muy poco! A nada que uno no esté interesado o advertido, pasará sin verlas.
La Asociación de Amigos de la Vía de la Plata, presta a colaborar para facilitar el paso por Cáceres del creciente número de peregrinos, se ofreció al Consorcio Cáceres 2016 para elaborar un informe sobre todo esto que comentamos. Se acordó encargar a un artista del diseño la realización de unas placas de cerámica con el signo de las peregrinaciones compostelanas: la vieira; y se indicó, en un informe, el recorrido preciso por las calles por las que transcurre el antiquísimo camino a su paso por Cáceres, incluida una breve incursión en la Ciudad Antigua.
¡Vaya, por fin! Hace unos días la señora alcaldesa, Dª Carmen Heras, el concejal de Turismo, D. Paco Torres, el presidente de la Asociación de Amigos de la Vía, Juan Gil, y un servidor, rodeados de periodistas asistimos a la colocación de las primeras losetas con la vieira peregrina en la Plaza de Santa María. ¡Laus Deo!

Ahora vendrán los que están siempre en contra de todo presentando sus protestas. Qué le vamos a hacer. Si hemos ayudado, aunque sea un poco, a esos cientos de peregrinos que pasan por Cáceres…alabado sea Dios, ya les digo. Y no hemos acabado. ¿No los han visto vuesas mercedes jugándose el tipo en las cunetas de la carretera del Casar? Pues habrá que arreglar esa vaina ¿no? ¿No va a ser posible una sencilla vereda por la que puedan transitar, sin peligro, esos amantes de la soledad, los caminos, las tradiciones y el palpito, que han dejado los pasos de cientos y miles de peregrinos, que a lo largo de la Historia han caminado por esos mismos pagos que cruzan ellos ahora?
Santiago y cierra. Todo por la venerable Vía Delapidata.


5.- ESTA SEQUÍA ATROZ

Una semana antes de que empezáramos a caminar por esos campos con la escopeta al hombro, hicimos una escurribanda por los pagos de la comarca de Montánchez. El panorama agropecuario no puede ser más desolador, y no sabe uno cómo no hablar del asunto. La preocupación y el malestar no nos dan paz ni reposo, y por más que hace unos días, una esporádica tormenta nos dejó algunas aguas, lo que ha venido después ha sido tan desconsiderado y ofensivo que le entran ganas a uno de maldecir y blasfemar de mil maneras, en svahili y en arameo.
Entramos en ese huerto cercado de piedras de granito que tiene nuestro amigo Chano cerca de la Fuente de la Encinilla, a ver una piedra que asoma en el único montículo que tiene la llana y rasa propiedad. Es la pieza de contrapeso de una prensa olearia romana, según nos explicó nuestro amigo Jugimo, que de eso sabe un rato. Seguramente allí abajo siguen las demás piezas de la máquina antiquísima de moler y prensar aceitunas.

Pero bueno, vamos a ver: ¿Cómo es que apenas se comenta en los diarios de papel y en los telediarios regionales, nacionales o mundiales que aquí no llueve ni para atrás hace un lustro y que la catástrofe medioambiental pude llegar a unas dimensiones descomunales?
Nada, ni una voz, ni un suspiro, ni un susurro. Fuimos, hace unos días, de lambudeo por donde el Regato de la Aldea deja su cauce seco en el Almonte (precisamente el día de la lluvia, en el que dicho arroyo iba desbocado), y el espectáculo de la arboleda seca nos puso los cabellos como alcayatas. ¡Madre Santa del Carmelo! Encinas, carrascos, zarzales y arbustos mil, como si el fuego los hubiera achicharrado. Es el auténtico horror para los que sentimos el palpito del monte. Para qué te cuento lo que sentirán ganaderos y agricultores. Bueno, ganaderos aún hay, pero ¿agricultores?
Se me va la onda con la triste realidad del panorama.
Nos acercamos luego a Zarza de Montánchez y antes de entrar en el pueblito, por una calleja hacia la izquierda llegamos hasta el final de la misma y allí, tras una pared y un galpón de ganado, entre unas resecas encinas y una torre de hierro para los cables de la luz, el dolmen.
Aún aguanta alguna lancha de pie, e incluso puede adivinarse la entrada, que como es de rigor mira hacia levante; pero la incuria y el olvido han convertido el paraje en una merita lamentación. Tenía encima unos catafalcos, unas botas de goma y otros vulgarísimos pertrechos del paisano que visita aquello por mor de las pertinaces vacas. ¡Porca miseria! ¡Non piove, porco goberno!, como dicen nuestros primos italianos.
No digo que el gobierno tenga la culpa de la sequía, hasta ahí llegáramos, pero alguien tendrá que decir algo y hacer mucho, ¿no?
En fin, nos pusimos a cazar, Dios mediante, con todo el cuidado del mundo, un ratito por la mañana y cuando la solajera nos tenía la cabeza a punto ya para el síncope y el golpe de calor, nos fuimos a reconfortar el ánimo recaído con el alivio de los tragos y las esperanzas de las fiambreras. En la calle del chufardo en que “decimos misa”, en revulú con perros y discusiones, había treinta y cuatro grados, lo que leen, ¡¡34º!! Un calorazo de verano y estiaje. ¿Qué caza? ¿qué campo? ¿qué desgracia es esta? ¿no dice nada nadie? “¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?”
Quevedo tenía versos para todo.

*****************

6.- LA ERMITA HUNDIDA




Tras el paréntesis estival, hemos vuelto a los deambuleos y barzoneos por los parajes del entorno. Ayer, domingo 20, de un septiembre efervescente de calor irracional, tamizado por una leve tormenta y unos casi imperceptibles riegos de beatífica lluvia, salimos en pos de las huellas del pasado.
A las primeras de cambio, fuimos a parar a ese llano desolado que hay a la diestra de la carretera de Badajoz, un poco más al sur y enfrente de la fantástica silueta del castillo de Las Seguras.
Por un polvoriento carril, bien escoltado por las pertinaces alambradas, y tras el paso de un par de oxidadas y chirriantes angarillas, llegamos a cuatro pasos apenas de la inefable e inexplicable "ermita" de San Jorge.
En un considerable, por su tamaño, hoyo del terreno, cuyo fondo es un depósito de barro seco, en un extremo, una construcción extraña levanta sus deteriorados muros. ¿Una capilla, ermita de oración y devoción o fábrica vernácula de estos nobles pagos? ¡Que nos aspen!
La soledad, las inclemencias del clima, la incuria e incluso la maldad de algunos visitantes han convertido el lugar en muestra de ruina y desolación. Por ejemplo: un tal Juan de Ribera pintó en los muros encalados del interior de las dependencias una serie de escenas religiosas del Nuevo Testamento.

No se trata ahora de valorar la importancia artística de las mismas. Pero una mano cruel se entretuvo, sabe Dios cuándo, en horadar con punzante objeto las caras de santos, ángeles y demás personajes allí dibujados. Hay que tener mala sangre, sin duda.


Llegamos a la conclusión, no demasiado firme, que aquella máquina de muros y arcos, no debió ser ermita, y menos de San Jorge de Capadocia, sino pozo artesano que aprovechaba las aguas, ahora ausentes, de aquel enclave. Habría tanto que discutir del asunto en ciernes…


A un tiro de piedra, la Torre de los Mogollones. ¡Qué magnífica fortaleza!, ¡qué torre vigía del llano!, ¡qué pena de monumento devenido y convertido en muladar vacuno! Nos estamos empezando a cansar de constatar, en nuestros devaneos campestres, el estado de abandono de tanta obra admirable dejada al pairo de las inclemencias. ¿Dónde está el quid de esta cuestión?
Si se trata de propiedades privadas ¿ni a sus dueños legítimos les interesaría recuperar el estado primigenio de sus monumentos?, ¿no puede la Administración establecer alguna línea de intervención en tan flagrantes casos de desidia, ruina y abandono? Bueno, en fin…
De nuevo la maldita solajera nos empezó a empujar camino de la sombra, para evitar el calor del campo asolado. Hacia el noroeste, el cauce seco del Salor y antes, el dolmen de La Hijadilla. Admirable recuerdo de unas gentes que habitaron estos pagos hace milenios.
Volvemos. A la diestra del carril polvoriento, una cruz de granito, con una leyenda grabada, nos cuenta que allí mataron a un pobre hombre y su doliente familia dejó el recuerdo de cruz de piedra. Entramos en Malpartida por Los Barruecos. La última ocurrencia moderna de un arquitecto en forma de blanco edificio desesperante nos acaba de amargar la mañana. Ideo praecor

*********************
 Adenda:  Me alegro mucho, amigo Salva,  que comentes en este post ..."que aquella máquina de muros y arcos, no debió ser ermita, y menos de San Jorge de Capadocia, sino pozo artesano que aprovechaba las aguas, ahora ausentes, de aquel enclave. Habría tanto que discutir del asunto en ciernes"...pues, efectivamente, tal y como lo hablamos ese día en el campo, todo apunta hacia una utilidad hidrológica de pozo-charca o tal vez aljibe. Ahora es cuestión de encontrar otros casos similares, que haberlos hailos aunque no tengan esas valiosas pinturas. No hace mucho vi una captación de aguas muy similar en Llerena, pero en aquel edificio subterráneo, también de techo plano y sustentado por amplios arcos, había un hueco central por donde podía girar la rueda de una vieja noria, impulsada por una caballería que se movía sobre la techumbre. En este caso, las reservas de agua subterránea se empleaban lógicamente para regar por gravedad, dada la mayor altura del techo de aquel edificio-aljibe, el rico terreno de la vega circundante.
Estoy bien seguro que la "ermita-aljibe" de San Jorge debió haber tenido también esta misma función, de riego y de abrevadero, para lo cual dispondría de una vieja noria, hoy desaparecida, sobre su techo plano que, sin duda, aprovecharía los aportes hídricos canalizados desde el cercano Arroyo de las Seguras, porque las rocas semipermeables de su subsuelo pizarroso no aportan ningún caudal subterráneo por carecer de manantial de aguas permanentes.
J. Gil Montes





7.- LA SIERRILLA: PASOS PERDIDOS

Si embocáis la Ronda Norte desde la glorieta de Santa Fe (mucho mejor que rotonda del Club de Tenis) camino del Parque del Principe (Manantíos del Hinche y la Madrila) hacia donde se cruza con Aguas Vivas (ahora Las Lavanderas), antes del cruce de la carretera del Casar, veréis un puente, una puente nueva sobre la susodicha ronda. Subid hacia el puente por la diestra, pasadlo y salid hacia el camino de la izquierda. Hay una calleja de terrazguero y piedras sueltas que se alarga suavemente entre la umbría de la Sierrilla y la larga y pelada cumbre del norte con olivares en las faldas.
Pasos costosos de soledad. Las aguas de abril han hecho brotar la primavera y el sardón verduzco y silvestre inunda paredes viejas y veredas casi difuminadas. Indolente, una punta de ovejas pace entre restos de viejos enseres y corraladas atiborradas de excrementos. Al paso del caminante, un mastín estentóreo y grave amenaza a la visita desde la terraza de una casa deshabitada. Una magnífica construcción, sin duda vivido hogar otrora y hoy solar de abandono, dejadez, sombras y olvido.
El paseante solitario no puede, por menos, que sentir el arañazo de la desazón cuando contempla esas casas, hace años o lustros, cálido lar y hoy refugio de santurrostros, arañas y alguna que otra avecica despistada.
Al cabo del barzoneo ascendente, el collado da vista al poniente del serrajón y el paseante torna hacia las casas habitadas de la ciudad entre el revoloteo de las turcas, el paso furtivo de alguna zurita apresurada y la luz pastosa y cálida de la mañana.
Qué descansada vida la del que huye…”

**********



8.- PAISAJES DEL ALMA (NACIONAL 630)

El título es pretencioso, y nada más lejos del ánimo de uno de macular o emular ese magnífico libro de nuestro maestro D. Miguel de Unamuno. No cabe duda de que el ilustrísimo rector no ha de molestarse, allá en el Elíseo, porque tomemos prestado, un momento, aquel afortunado invento suyo.
Desde que trazaron esa velocísima autovía que roza Cáceres por el oeste, cruza el páramo de los llanos, antes y después del Casar, y se aventa sobre los cauces del Almonte y del Tajo hacia el abra de Santa Marina, para buscar los pagos placentinos, la carretera antigua -¡y no tanto!- Cáceres-Plasencia, la N-630 de toda la vida, se ha convertido en un plácido paseo para el conductor ocioso que la recorre, desprovisto de urgencias, prisas y sobresaltos.
Es más, si se diese el caso de viajar por ella a las horas intempestivas de un domingo, temprano la aurora, disfrutaría el viajero de ese paisaje afectivo que ha estado trazando y contemplando, tantísimos años, las sucesivas etapas de su vida.
Pasamos plácidamente por el polígono industrioso del Casar, que se asoma a la carretera, y saludamos a nuestro amigo J. Viola que evoca, rodeado de maderas, canes y perdigones, aquel paisaje del Pinar de Jola valenciano-alcantarino; podemos tomar un cafelito mañanero cerca de la Charca del Hambre, donde la focha corretea el nivel de las aguas rizadas y las pollas de agua pintan de oscuro el luminoso ámbito.
¡Qué deleite la escasez del tránsito y qué descanso la ausencia de los feroces camionastros, que nos cargaban el ánimo de impaciencia! De vez en cuando, un motorista nos adelanta apresurado y saludamos de nuevo al toro de Osborne antes de lanzar un suspiro evocador de aires garrovillanos (¡Ah, aquellos toros terribles del verano de juventud!).

Y al cabo, Alconetar, Turmulus, Almonte, la Delapidata en curvas, el Tajo vuelto embalse encubridor de tanta historia y vida: aceñas, juncias, pesqueras, cañales, la barca de la Luria, la estación antigua, el parador de la Magdalena, la casa de los Montero…Floripes y el lamento de Fierabrás. Acerquémonos al albergue de peregrinos. Mañana será otro día.

***********


9.- CERCA DE CANTALOBOS

Mediaba una tarde fresca de junio cuando, animados por la bonanza de la temperatura insólita, partimos para barzonear por los fragosos parajes del ribero hacia donde Almonte y Tajo se funden y confunden.
Es lo que tiene este afán por revivir, más bien respirar los lugares por los que pasaron aquellos hombres que el tiempo relega inevitablemente al olvido.
Al común de la gente, todo esto de los viejos caminos por los que viajaron los de ayer, le importa tan vez menos que un comino, que debe de ser muy poquita cosa. Bueno, pues aun así, condujimos el auto por el carril que sale a la diestra de la misma N-630 y subimos al raspil del Baldío, más o menos un kilómetro adentro.
Céfiro movía las retamas y gracias a unas pardas nubes altas, el castigo de Febo era poco y esporádico. Tarde llevadera y rara. La calzada, en el fragosil del ribero, se adivina a duras penas. El túnel de Cantalobos y la N-630 interrumpen el trazado de la misma antes de las curvas pronunciadas de la Península, allá donde la calzada se inclinaba hasta el primitivo paraje, en el que estuvo ubicado el romano puente de Mantible o Alconétar.
Emprendimos el camino hacia atrás, es decir hasta los altos del Baldío; pero para ello buscamos entre el barzal tupido de acebuches y retamas los “entalles” o trabajos en las paredes de pizarra de las piquetas de los esforzados camineros romanos.
Bien es cierto, y hay que contarlo antes de seguir adelante, que habíamos llegado a la N-630 bajando por una ladera solana, paralela a la depresión que alberga el trazado de la calzada, y en la que habíamos podido observar y contemplar de nuevo otro de los lamentables cementerios de miliarios.

Hasta ocho testigos de piedra, tumbados ignominiosamente en el suelo, aguantan en el triste paraje, la sucesión inexorable de los siglos. Alea jacta est. Albergamos la esperanza y la ilusión de recuperar algún día todos esos nobles legados pétreos para que marquen el camino de los caminantes en el auténtico y original trazado de la calzada delapidata.
Los peregrinos de hoy siguen el curso del carril rodado que lleva hasta la carretera. No creemos que sepan, - no es nada fácil -, que la vieja y milenaria calzada está allí, un poco más abajo, semi o casi perdida entre el fragor del sardón y los dientes de perro.
El tiempo y la erosión fueron despejando aquellos materiales, cuarzos y granitos varios, que acumularon sobre ella los amanuenses romanos. Al cabo, ascendimos por donde la experiencia de Jugimo determinaba que debería ir el trazo original de la vieja senda; la cual, a veces, nos mostraba la huella resistente de sus cunetas y de sus piedras marcando los bordillos.
El huidizo sol caía por poniente cuando abandonamos el paraje fragoso del ribero del Baldío. Siempre sienta bien una caminata y más si percibe uno la urdimbre de una historia sugestiva como la huella de nuestra madre Roma. ¡Ave Caesar!

************

10.- DE TURMULUS AL GARROTE

¿Quién guardará memoria de aquel paisaje idílico de antaño, allá donde la vieja carretera se cruzaba con el río?...Las curvas del Tajo, el parador de la Magdalena, el camping, el viejo puente de Alconétar…Turmulus.
Hemos merodeado por las orillas de esa mar oceana interior que ha determinado tanto nuestras vidas. Años después de que las aguas fuesen inundando los parajes de nuestra infancia, alguien intentó un poblamiento de ocio en un espigón de tierra que se aventuraba aguas adentro. Duró unos años, pocos, la vida de la Península; y al cabo apenas pueden ya vislumbrarse los restos de la casa, comidos por el barzal de las estaciones.
Allí cerca llega el fragoso trazado de la Delapidata, la Vía Plata, y se sumerge hacia los fondos del embalse silencioso. Trazamos el camino en torno al lago de la memoria y fuimos allá, a la orilla norte, donde vuelve a salir la vía romana, camino de las alturas del Cerro Garrote.
Plácida mañana de julio, en la que las recias calmas de estos ardientes veranos nos dan una tregua de suaves temperaturas, muy propicias, sobre todo en las primeras horas, para deambular en torno, y en pos, de los testigos del pasado remoto.
En algunos puntos de las orillas del lago, que guarda a Turmulus en su seno, puntas de pescadores pacientes. En los terrenos de las colinas, previos al llano del Tamujar, donde mora Mantible, casas de campo y sus habitantes, que disfrutan de la paz del paraje sereno. Y en un punto determinado, la nota sentimental y un apuro de melancolía: El trazado de la vieja carretera, aquella que corrimos tantas veces en aquellos cochecitos débiles de antaño, cuando, niños, veníamos a la capital desde el regazo materno para someternos a la disciplina de la formación, los estudios, el internado y en fin la vida nueva. ¿Recordáis el desgarro de Daniel el Mochuelo, personaje de nuestro querido Delibes, cuando sus padres lo mandan a la capital para los estudios? Pues el mismo.
La vieja carretera. Y en la vieja carretera, en el talud de la misma, la mismísima estructura del camino romano, las piedras grandes de la base, las capas de grava, el encachado y la rodadura de jabre. ¡Hay tanto que ver en esos campos de soledad!
Pasamos por Miraltajo, un gracioso intento holandés de poblamiento. ¿Holandés? Pues sí. Resulta paradójico que tengan que venir desde tan lejos para apreciar la belleza enigmática de las tierras en torno a Turmulus. Y el otro lado de la carretera, la varga fragosa que asciende hacia los altos del Garrote. Nuestro amigo y maestro J.G.M. nos explica que ese trozo feraz e imposible de camino no tiene nada que ver con la Delapidata. Los romanos eran mucho más listos y no hacían caminos tan burdos; pero al final del ascenso penoso confluimos de nuevo en la calzada y ¡qué esplendor de trazado sobre las altas tierras del páramo, derrota del Puerto de los Castaños!
A la izquierda de la calzada, el teso del Garrote nos mira con aires de eternidad. En una esquina del mismo, un promontorio de pizarras nos llama la atención. Un día de estos hablaremos de historia, o de prehistoria. ¿Por qué a lo largo de la Vía Delapidata se encuentran tantos restos de dólmenes?....¡Morituri te salutant!.


***********


11.- EL CURSO DE AGUAS VIVAS


Si los dioses dejaron ciego a aquel Licurgo de la mitología, esperemos que a este de ahora le hagan cosa parecida; a este al que tanto disgustan estos pasos y paseos por los contornos cacereños.
Descargado el ánimo, caminemos con serenidad por el paraje que, a menos de un tiro de piedra, se arrima a las cuestas de la avenida de Hernán Cortés. La memoria, de antaño, no nos llega más que a unos barrancos hostiles en los que, años sesenta, se levantó toda la máquina de ese desafortunado barrio de La Madrila. Pero no es ahora caso de repetir lo tan pertinazmente comentado sobre la intranquilidad nocturna del susodicho paisanaje.
Algo más abajo, en torno al curso del arroyo de Aguas Vivas, el Parque del Príncipe. Podían haberlo bautizado con nombre más afortunado, pero ya no hay remedio, así que dejaremos las lamentaciones estériles.
Si usted, como un servidor, es gran madrugador (y amigo de la caza, por cierto), debería barzonear por el fresco soto, en torno a lo que hace muchos años fue el arroyo de Aguas Vivas. En la parte superior, si tenemos en cuenta su inclinación desde poniente hasta levante, podrá alegrar su ánimo con las cantarinas aguas de una fuente de artificio, mientras observa el catálogo de especies de cactus que allí mismo se nos ofrece.
Un poco más abajo, a la izquierda, las dependencias de los empleados municipales que cuidan de la conservación de parque y jardines. No será difícil dar con la inestimable amabilidad de Matías Simón, que le informará de todo lo habido y por haber.
Empiece ya a contemplar las esculturas. ¿Sabrá el ciudadano cacereño que hay todo un museo escultórico al aire libre en el parque que visitamos? Y si a usted no le dice nada el arte contemporáneo, quédese conmigo contemplando no sé qué aires de epopeya en ese guerrero griego que nos aguarda a la sombra del árbol.
Los árboles. Disfrute en el parque de un arbolado admirable y heterogéneo. Como Dios no nos llevó por los estudios de botánica, apenas distinguimos palmeras, pinos, aligustres, plátanos, acacias, llorones, arbustos mil y una extensa panoplia de la más natural arboladura verde.
Si, par de la fuente Madrila, usted varía la derrota y se aventura por el rincón norte del parque, llegará a una tenebrosa nora de ambiente inquietante; pero no se apure: un poco más abajo, la vida silvestre alejará los ceños fruncidos: los conejitos escorzan por la base de las chumberas cabe la pared del límite. Dejémoslos en paz y volvamos a la médula del paseo central. ¿Se ha fijado en la profusión de aves?
Hasta la majestuosa oropéndola anida en este especialísimo paraje. Si en el monte el rabilargo se aleja continuamente de nosotros para no ponerse a tiro de nuestra escopeta, en el parque, sabedor de que no hay pólvora ni munición que valga, se dejan acercar hasta casi poder cogerlos con la mano. La urraca interrumpe de continuo y a cada tres, puede oírse el arrullo de la tórtola o el tableteo grácil del picapinos en su labor.
Otra amena fuente en el extremo bajo del arroyo de Agua Vivas, dentro del parque; porque, luego, encauzado, pasa la verja y se va al barrio de su nombre, para perderse, lavaderos de Beltrán hacia las afueras. Ha empezado a lucir el sol y damos fin al barzoneo.


**************

12.- PUERTO DE LOS CASTAÑOS

La atalaya de ese paso nos depara diversos motivos de atención. ¿Cuánto ir y venir, en aquellos años, por el Puerto de los Castaños!
Rodeábamos la Sierra del Pedroso (Santa Catalina) de continuo. Por la carretera desde el Tamujal hacia el Portezuelo; o por Cañaveral subíamos las curvas hacia el Puerto, y luego, a la izquierda, hacia Torrejoncillo, y media vuelta atrás: triángulo de las raíces, que dijo J. Viola.
Se agolpan los recuerdos en desorden y aluvión. Aquellos coches de línea de la Sequeiro, el tren-correo ¡todo el día para llegar a Salamanca!, el bar-fonda de los Málaga, aquel otro a la derecha con sus raciones de prueba, y el Hotel: cancha de tiro al plato, al pichón, una discoteca, bodas y luego hetairas a media luz del amor furtivo.
La corriente de los años ha sacudido la estructura del Puerto. Hubo atroces incendios. Ardió ese alto pico en el que los restos romanos fueron violentados y esquilmados ¿Castra Servilia?
Al cabo, llegaron los ingenieros y trazaron la novísima autovía, que llaman también “de la Plata”. ¿Y la calzada romana? Aguantando los envites de los siglos y de los hombres.
Venía por ahí, ¡viene aún por ahí!, por las traseras del Cerro Garrote, y sube poquito a poco por las lomas de la Estación de Cañaveral, para confundirse y camuflarse entre la maleza y llegar a lo alto del Puerto.
Luego, por el alcornocal, a la izquierda de la ya vieja carretera, se alarga en el mar de árboles hasta la “mansio” de Rusticiana.
En el Puerto, nuestro amigo Juan Gil logró de los técnicos de Obras Públicas que trazaran la autovía sin dañar a la calzada, e item más, logró una reproducción y una evidencia de la misma en el collado del mismo Puerto. Allí una suerte de miliario moderno recibe a los peregrinos y los reconforta de alguna manera.
¿Quién guardó la calzada en el profundo y sombrío alcornocal?...los árboles.
Puerto de los Castaños. Nuestra vida, ¡la de tantos cacereños camino de Salamanca!, se fue quedando en ese paso, tránsito de idas y regresos.


*******************



13.- FUENTE DE LA HIGUERA

Aturdido aún el oído interno por las estridencias de la música horrísona y perturbado el ánimo por la evidente constatación de la corrupción de las costumbres, nos fuimos de nuevo al campo en pos del silencio y de la serenidad en la contemplación de las huellas del pasado.
Hablando en plata: Que después de lo visto y oído la otra noche en un evento social de ringorrango “cultural”, era menester aliviar el ánimo con el pacífico latido de madre Naturaleza. De modo que la del alba sería cuando con nuestros amigos Jugimo y Norbano tomamos la dirección de Las Torres, carretera que dicen de Medellín.
Tan cerca las cosas ¡y tan ignoradas! Las huellas del pasado, a nada que alguno las ayude, pueden darnos muestra de aquellos tiempos perdidos. Cuando la mano ingrata y destructiva del común de los mortales no ha dejado su huella nociva, los restos nos manifiestan su ineluctable encanto. Una simple fuente y una inscripción en la roca.
Hace muchos años, siglos, una breve fuentecilla fue el alivio para la sed de los que frecuentaban aquel paraje, y un cincel, ¿de cantero?, labró en el granito un mensaje curioso que allí mismo puede hoy leerse con toda facilidad:

L O C U S
C O N S T U S
I N C I R C U M
P E D E S CL


Para dar aún más encanto al lugar y también más misterio, en otra peña de granito la invocación a una diosa del pasado. Aun con dificultad, pero allí consta su nombre: LAE A N A E.
Luego, al albur de una mañana seca del primer otoño, que nos hurtó el placer de la tierra mojada, merodeamos por un amplio valle del cauce del Salor. ¡Y qué triste y lamentable el espectáculo de un lecho sediento! En la ligera costana de un espeso encinar, Jugimo nos lleva a la contemplación de una prensa romana de aceite, y se me vienen a las mientes los versos de aquel valentón del soneto del gran Cervantes: “¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza/ y que diera un millón por describilla…”.
Sillares de granito por doquier no son sino los últimos testigos de un poblamiento de considerable categoría. Hileras de piedras cónicas manifiestan una estructura de considerables dimensiones: ¿una mansio? ¿un templo?.....
Al otro lado del lecho agostado del río, tégulas por doquier, y en una pared una estela en la que, presto, Norbano nos vierte al entendimiento: La piedra guarda el recuerdo del joven G. MAILLO que se fue al Elíseo con catorce años. Que la tierra te sea leve, Gayo o Cayo Maillo.
En fin, hay quien alimenta su intelecto con decibelios ensordecedores y con pantomimas zarrapastrosas ¡Que sea enhorabuena! Nosotros preferimos la vida retirada, la del que huye del mundanal ruido; ya sabéis quien lo dejó en verso.


******************


14.- LOS LLANOS DEL PIZARRO

Siempre me han llamado la atención, misteriosamente, esas formaciones pétreas de pizarras. Esos campos escuálidos donde florecen las peñas de lascas cortantes y picudas; las que geólogos, geógrafos, biólogos o gentes de campo conocen como “dientes de perro”.
Qué dura la vida de aquellos de antaño que en esos campos lígrimos sacaban el pan del sustento. La tierra es poca y su fruto escaso, pero al menos no falto de calidad.
Alguna vez esos páramos fueron bosque de encinas y dehesa frondosa y arbolada; pero hoy es yermo llano donde pace la merina y anidan, para enhuerar, las esteparias.
Aun así, a mí me parece una geografía sugestiva y llena de encanto. No sé por qué, mirando las formaciones de “dientes de perro”, evoco un pasado épico de gestas y “fazañas”, como decía nuestro admirado y querido Don Quijote.
Recién, hemos ido de caza a las llanas del nordeste cacereño. Nos dieron para el pelo la lluvia y la solajera. Si un día, plesiglases y paraguas; el otro, toda prenda sobraba y estaba de más. El sol de otoño, y húmedo para más agobio, nos zurró la badana inclemente, cuando pateábamos, escopeta al hombro, esos campos de abrojos, picos, aulagas y reseco pastizal.
Geografía tan austera es sin embargo casa y morada de la vida silvestre. Va uno ensimismado en sus cavilaciones y de repente, le salta la rabona a dos pasos de las botas; o pasa uno un suave otero y la patirroja le sorprende con su aleteo urgente.
Delicias de la caza menor, que muy pocos ya tenemos la dicha y el privilegio de disfrutar.
Como si su evidente dureza quisiera recompensarnos por nuestra asiduidad, los llanos y sus afilados “dientes de perro” nos ofrecen, cuando vamos, el fruto de su regazo: la caza auténtica; que si hoy es escasa en tantas geografías patrias, allí bulle, late, se recupera y nos regala jornadas de ejercicio saludable, y la inefable sensación que produce el contacto directo con la naturaleza viva y salvaje.


**************

15.- EL BOSQUE SECO

Está a dos tiros de ballesta, tal vez a tres; y depende, porque las estribaciones de las corraladas del ganado pueden llegarnos a la retaguardia.
En el horizonte del sur, el perfil de las torres de las iglesias, las aglomeraciones de arrabales nuevos y, al fondo, la línea de la Montaña en el espinazo de la Mosca.
Pizarro seco busca el frescor espeso de Guadiloba. El bosque de encinas y barzal nos cobija en la jornada de acecho. Es un otoño febril que no rompe en aguas propicias…Y sin llover.
Algunos días, los menos, han llegado unas nubes desganadas y han dejado caer un párvulo riego. Prácticamente nada. El sábado amagó la madrugada con un orballo fresco. Y ahí quedó todo.
El día del Señor, (No se oyen ya las campanas tocando a misa), nos asestó otra jornada de calor y solajera. Una urdimbre de fino polvo secular cubre el bosque y su barzal.
El pasto de primavera y verano cruje bajo nuestras botas, pero no bajo las almohadilladas extremidades de Monsieur Renard.
Monsieur Renard es la zorra astuta y cautelosa que me entró soslayada y ocultándose tras las carrascas polvorientas. Viendo que se iba, le largué un tizonazo que la puso de bruces, pero se incorporó y emprendió veloz huida. El segundo tiro fue en vano.
Casi a la hora del cenit, cruzaron el cielo los gansos. Bellísima avanzada de esas magníficas aves que suelen poblar, por estas fechas, el preparque de Doñana. Y crascitaban. Sus graznidos se extendieron por el amplio espacio de los llanos.
La tarde, si no fuera por las fechas que vivimos, hubiera sido una de esas tórridas del más agobiante estío.
Después de la jornada, barzoneamos por el otero mirando cómo el día se escurre tras unos nubarrones tontos que no se deciden nunca a aliviar la sed del bosque, que cubre los cauces secos, pizarrosos, renegridos y ardientes.
El rebaño de merinas se junta, y arrejunta, en torno a las vetustas casas de labor de la finca. Vienen en cata del alimento que puede darles su amo, porque el suelo, reseco, no les brinda el mínimo y reconfortante verde de la otoñada.
Tiene que llover, Sr. Guerrero, sí señor, a cántaros, y mucho.


******************

16.- EL LLANO EN LLAMAS

Si en mi divagar acude el recuerdo de la prosa de Juan Rulfo, inexorablemente evoco aquellos años salmantinos de literatura hispanoamericana . Qué de cosas aprendimos, y vivimos, con nuestros amigos de “la indiada”: Vicente, Gilberto,…
No sé por qué, tal vez la prosa de Rulfo, pero os he recordado hoy, cazando en el páramo agostado, que se calcina en las llanuras del norte de Norba.
Batí primero; bueno, en realidad cacé al salto en una mano hacia los puestos, por un laderón extensísimo, adornado de, no más, un par de encinas solitarias, y cubierta la tierra de pequeños rodales de tomillos ennegrecidos.
Dos o tres árboles nada más en esta planicie sin fin. Dos o tres supervivientes de aquella degollina arboricida, propia de los años violeta y grana, tan evocados hoy por…
Bueno, a lo lejos, en lontananza, más allá de los alambres, había un perfil de colleras de galgos: esa caza tan bella y épica, y hoy tan denostada.
A mi paso, las liebres no se levantan; y haberlas, haylas; además yo no veo una rabona en su yacija ni aunque esté pintada de rojo y gualda. Y eso que venía conmigo la “Chispa”; pero a la vieja terrier las tribulaciones de un cazacantano se la traen al pairo.
Las Alcaravaneras crujían. A veces un céfiro burlón levantaba remolinos de polvo y el sol inclemente caía, como un mantazo tórrido, sobre los que frecuentamos esas soledades llanas.
No sé por qué, ya digo, cuando pateo, escopeta en brazos, esas llanuras esteparias, donde antaño se cazaban la avutarda y el sisón, rememoro inexorablemente los relatos del gran Rulfo: Comala, Pedro Páramo, Tenoctitlán, Teotihuacan…
A los muchachitos de hoy, me temo que esos nombres les sonarán a chino. Suelen, algunos, ponerme de chupa de dómine cuando leen estos paseos y divagaciones y, como casi no entienden nada del léxico, los pobres, que no son otra cosa sino víctimas de la “logse”, pues me llaman pirado, fumeta y otras ocurrentes ocurrencias. Paciencia, Sancho. No se hizo la miel para la boca del asno.
No sé si a los universitarios les serán ya algo más familiares, y si no…mal asunto. En medio de este tremolar de banderas antihispánicas, la gigantesca y monumental literatura hispanoamericana se yergue sobre todas las pendejadas actuales, empeñadas en ofender al idioma de Lezama Lima, Lugones, Arguedas, Palés Matos o Juan Rulfo.
De repente, me sorprende el vuelo de una perdiz que ha esperado mi paso para ganarme la espalda. Aún me da tiempo de encarar la escopeta y disparar…..El tiro rueda por la ladera hasta confundirse con los de los puestos. Cazar y leer. Mientras cazamos cerca de los pasos de aquellas legiones romanas que atravesaban el páramo, damos un salto en la historia y nos vamos, caza mediante, al México profundo del llano en llamas.


***************

17.- MOLINO DEL GUADILOBA

Esta soledad… y estas piedras. Una sensación de angustia nos sobrecoge cuando arribamos a los restos ruinosos del viejo molino del Guadiloba.
El rumor de la corriente palia la vaga desolación que nos embarga. ¿Qué sentido tiene palidecer por lo que apenas existe?...Ninguno. pero la evidencia es tal que no hay modo de soslayarla.
Aquí hubo vida; aquí bulló el hombre, con sus cuitas, sus ansias, sus fatigas y temblores. Y al cabo, la feraz naturaleza del entorno se impuso sobre aquellos que vivieron la vida del agua, el trigo, las piedras, la molienda y el trabajo.
Las avecillas silvestres vienen a veces a posarse sobre las estructuras desvencijadas de su fábrica; cerca pasa, nocturno, a veces crepuscular, el cochino que busca provisiones. Muy de vez en cuando, asoma la cara sagaz de la zorra, que ni se acerca, porque sabe de sobra que allí hay poco que llevarse a la boca.
En el breve embalse sobre el curso del agua, dejan ver su somnolienta estructura los galápagos, que a cada rato de sol se suben a las lanchas de pizarra para latir con la eternidad.
Hace mucho, muchos años, que han dejado de oírse los cascos de las bestias que bajaban por la vereda de piedra, para traer el grano de la molienda y la maquila. El trajín de la harina se paralizó y el lugar entró en un sordo rumor de silencio. La corriente del agua, el viento que se lamenta por las buráncolas, algún esporádico crascitar del cuervo, el alarido del águila calzada…poco más.
Bien es cierto que una, a lo sumo dos veces al año, aparecen por allí los cazadores, que vienen con sus tiros a romper la quietud y la somnolencia del paraje. A veces se asoma Julián H. con los perros, y alguno de los esforzados muchachos de la caza al salto, que se aventuran por el fragosil del ribero.
Pasa ese día de caza y luego vuelve el ritmo pertinaz de las luces y las sombras sobre las paredes ruinosas del viejo molino del Guadiloba.



******************


18.- EL PIÉLAGO TRANQUILO

Será el signo de los tiempos. Nos colaron un anglicismo espurio con todas las de la ley. Tendrá que ser así, pero ese monosílabo puntiagudo no encaja en la genética de nuestra madre lengua española.
Park. Ni siquiera parque. Park. Y encima enlazado al viejo y noble arabismo que ha nombrado tantos sitios y topónimos de la geografía hispana desde tiempos inmemoriales: Guad, el río, Guadalupe, Guadiloba, guad…
Corramos un velo a las consideraciones fonéticas y miremos, una vez más, el sugerente espacio de ese piélago sereno, en medio del páramo.
La Holguina (de Holguín, de Folguín, Golfín) y Perodosma (Pedro de Osma, Burgos, Burgo de Osma), ilustres reminiscencias del pasado, El Cuartillo, La Hormiga…
Una punta de azulones viene, Guadiloba arriba, para pernoctar en el espejo del embalse. Los zampullines y somormujos animan el cotarro. El bombardero rasante del cuervo marino, el cormorán, traza su vuelo oscuro hacia un recodo de las aguas tranquilas.
Al suroeste, los perfiles de Norba, y al sur, las sombras de la Sierra. Una tenue mancha de carrascos y encinas bordea el curso del río tras el muro del embalse y se adentra en el boscaje, entre Corchuelas y Nateras.
El atardecer dorado convierte al piélago en un marco incomparable de vida y serenidad. Algún conejillo escorza entre la maleza de los veneros secos; la liebre perfila su silueta en el viso de una suave loma; y crepita, asombrosamente, un concierto heterogéneo de aves que pasan, van y vienen sobre las aguas, en el ámbito del embalse.
Qué placidez tan sencilla a una legua escasa del trajín de la vida.
A ratos, cuando cambia el viento, nos llega el rumor de las aguas conducidas, que asoman por el tunel para mantener el nivel apropiado. Por ese oscuro conducto vinieron barbos, black-basses, carpas, “gatos”, y una diversa fauna piscícola que entretiene el afán pescador de los aficionados de caña y costera.
Tras Cáceres el Viejo, donde descansa “ab aeternam” la legión Séptima Gémina de Quinto Servilio Cepión, el sol declina y desaparece. Se hace la noche en el espejo del agua y van apareciendo, y reflejándose, las luciérnagas de la bóveda celeste.
A veces, algo más allá, por la ladera de enfrente, primeras horas del alba, se ve la silueta de un hombre que sigue el deambular inquieto de un hispano-bretón. El perro se ha parado y el hombre se ha preparado para el lance. De un rodalito breve de tomillos, ha salido, de espetón, una liebre, y se ha oído un disparo. Los pájaros de las aguas serenas se han sobresaltado. Era un cazador al salto.


***************

19.- CAMPOS DE TORREARIAS

Día de Navidad. Al fin y al cabo el gordito barbado, vestido de rojo, va, poquito a poco, siendo sustituido por un paño, también rojo, con un Niño Jesús. Tal vez no quiera decir nada, o sean suposiciones nuestras, pero ese detalle apunta a una leve vuelta a las señas de identidad de un pueblo que, a fuerza de ser zarandeado por los vientos laicistas y anti…no sé qué, se resiste a que le borren la memoria y el recuerdo de sus mayores.
25 de diciembre y una espectacular torda blanca sobre los campos yermos del llano septentrional de Norba Caesarina. Más allá de Monte Abuela y Santo Toribio nos salimos de la N-630 por una puente sobre los raíles del viejo ferrocarril.
El carril nos lleva hasta un arapil alomado, a cuya vera está ubicada la casa fuerte de la Torre del Camarero. Qué espectáculo tan sugerente el de los campos blancos de la helada. Apenas se nota el céfiro de poniente, pero un frío intenso nos solivianta las manos y la cara.
En el mismo altozano, el huésped de la propiedad nos recibe con un amable saludo. Permítanme recordarles que para nuestro padre D. Miguel de Cervantes huésped no era el que se alojaba en casa ajena, sino el dueño de la misma o de la posada. Pues eso: el hueped nos saluda e inquirimos:
“¿Es esta la casa de Pozo Morisco, verdad?”
“ No, señor. Esta el la Torre del Camarero”.
“¡Cáspita! La del Camarero. Qué maravilla. ¿Puedo hacerle unas fotos?”
“Desde luego. Haga, haga usted”.
Mientras un hercúleo mastín nos vigila bonacible, contemplamos la austeridad de la casa de Torrearias, a la cual incordian los elementos extemporáneos que los siglos han ido acumulando en su entorno. Pero ese halo de fortaleza aún permanece en la reciedumbre de sus muros.
Sucedió que cuando vinieron, nada menos que, Doña Isabel y Don Fernando, allá por 1477 y se alojaron en casa de Alfonso Golfín en lo que hoy conocemos como Golfines de Abajo, en prueba de gratitud por sus servicios le concedieron la institución de un mayorazgo de bienes, que en 1487 pasó a su hijo Sancho Paredes Golfín, el cual fue camarero de la Reina, es decir, ayudante de cámara (no sea que algún ignaro se espante). En dicho mayorazgo entraba esta dehesa, llamada de Torrearias, con su casa fuerte, que naturalmente fue llamada del Camarero.
La mañana de Navidad avanza sigilosa en el mar helado del páramo; apenas se ven algunas aguanieves y un sol débil empieza a lanzar sus rayos timoratos sobre el día siguiente a la celebérrima cena.
“¿Ve usted aquel escudo? Es el de los Golfines. También había una torre; pero fue desmochada. Cualquiera sabe.”
“Muy bien, muchas gracias. Entonces ¿no sabe dónde está Pozo Morisco?”
“Ni idea. Pregunte en el Casar”.
Nos vamos de Torrearias, con su casa solariega y blasonada. Apenas pasa algún coche por la deshabitada 630. Quién va a moverse en semejante mañana de Navidad por tan gélido panorama.


****************

20.- LA ENJARADA: PRIMER DIA DEL AÑO

Si bien no estamos ya para esos trotes, los de las nocharradas de tabaco y estómago en bascas, hay que entender esas vehemencias juveniles. Y observamos, con cierto agrado, que es una lástima que los muchachos, y muchachas, de hoy no frecuenten más la sanísima costumbre de arreglarse para la fiesta. Digo que por qué no más veces al año.
Está muy bien – o al menos así nos lo parece a nosotros – que ellas y ellos se pongan el terno oscuro y se lancen al desenfreno del nuevo año vestiditos que da gusto verlos. Siempre hay zarrapastrosos rompiendo la tradición y vistiendo con el mal gusto del que hacen gala de ordinario. Lástima. Nos parece que a los ultaprogres eso de vestir con traje, camisa blanca y corbata les repatea los estamentos inferiores. En fin.
El caso es que nosotros…y tal vez digan: “¿Por qué habla en plural?”. Pues muy sencillo: porque somos dos. “Ari” es una hispano-bretona que me acompaña y no tengo razones para anular su presencia. Bien, decía que salimos los dos de casa aún la noche cerrada y, como Dios nos dio a entender, atravesamos por la turbamulta de jóvenes celebrantes de la Noche Vieja, no sin que alguno tal vez pensara: “¿Y adónde irá este con una perra a estas horas?”. Pues mire usted, joven vividor de amores y bebedor de alcoholes, a pasear los entornos de Norba y a contemplar, cuando venga el día, una de esas casas solariegas que levantaron los antiguos y que resisten el paso de los siglos.
Así fue que cuando los gallos “querían crebar albores” estábamos a la vera de La Enjarada. La perra buscando rastros frescos entre el pasto, la hierba y las retamas y un servidor mirando y remirando la noble casona.
Voilá. A Ridley Scott, cuando la vio, lo que se le ocurrió fue que esa casa bien podría ser La Rábida colombina, y así fue que figuró en esa no muy celebrada película que a nosotros nos embebe tanto: “En busca del paraíso”.
Aquella gesta increíble del Almirante y los marinos Pinzones fue a finales del s. XV, precisamente cuando dieron comienzo las obras de construcción de esta noble casona solariega. Según hemos leído, parece ser que fue el arcediano de la Catedral de Plasencia, don Francisco de Carvajal el promotor de la obra, el mismo que levantó, o sufragó, o apadrinó, la obra del puente entre el Almonte y el Tamuja.
Bien, bueno está; la casa, de galería abierta y amplias dependencias, se levanta en un arapil mirando a levante. Nos dice A. Navareño, en su libro, que alojó al Rey D. Felipe II en una ocasión en la que el sombrío monarca regresaba, por estos pagos, de un viaje a Portugal. Vale, y también oímos alguna vez que había servido de alojamiento a sus majestades Dª Isabel y D. Fernando. Eso ya no es más que un rumor, que no fundamos en nada, más que en una vaga y fútil suposición.
Dejemos la historia a los historiadores y divaguemos en torno al encanto de estas viejas construcciones que, de milagro, aun se yerguen en campo abierto, para que los que amamos esas cosas del ayer remoto, podamos disfrutar con el inocente ejercicio de su contemplación.


****************

21.- LA VIÑA DE GUERRA

Antaño bajábamos el carril de la Cumbre hacia el mediodía del Tajo, ahí mismo, en el vértice de Las Viñas; donde se bifurca la entrada y te ofrece dos opciones: o Cumbre adelante hasta los confines del término o al mundo íntimo de Soria, Castellanas y Guerra.
Ayer me tocó el puesto en el cauce del venero, ¿arroyo algunas veces?, que baja desde el manantío a buscar la orilla de la mar oceana. Ahí está, casi ni me fijé al pasar, la Viña de Guerra, que fue de la familia y que hace ya los quirios desapareció entre tanta propiedad, que fuimos perdiendo y malvendiendo. Una lástima; pero para como están hoy los tiempos y los campos…
Más dura y fría el alba, en pocos casos. El manto blanco de la helada ponía un carid de muerte en la geografía del Tajo y los riberos. En el bar del pueblo, por el café y la junta, los hijos de los de mi generación, y los que vamos quedando en esto de la caza, persiguiendo no sé qué que no alcanzaremos nunca.
Puesto tercero en la armada de Guerra. Pocos pasos en aquel paraje idílico, donde aprendí, de la mano maestra del gran Clemente Silva, las delicias de la caza al salto. El altano helado del norte nos acuchillaba la piel al aire sin cesar, y un molesto sol de levante nos cegaba la mirada hacia el pago por el que suponíamos que llegaría la zorra que esperábamos.
Y allí quedamos, granitos y retamas mortecinas, casi tres horas esperando a Godot una vez más. Pero no llegó, claro. La vimos deambular en el raspil de enfrente, fuera de tiro, y no bajó la umbría ni pasó el venero para llegar a la distancia propicia para ponerla tras el punto de mira. Tomó las de Villadiego y se perdió en las bajuras del ribero.
Con lo cual la caza fue contemplación de lontananza, hacia el sur, campos del Bodegón garrovillano y al fondo el espigón de la Sierra de Cáceres.
Estos días helados, en los que la temporada va declinando, nos producen una ineluctable desazón, que es la de cada año, la de siempre. Son notas de melancolía y nostalgia, endulzadas con unas gotas de esperanza.
De vuelta, otra mirada al paraje de la Viña de Guerra, donde íbamos, a lomos de bestia, sobre las banastas que portaban la cosecha de uvas. Aquellos racimos, el olor cargante de septiembre, cuando la vendimia prologaba ya el irremediable éxodo hacia los estudios y por ende aquel desgarro doliente del desarraigo. Adiós… Viña de Guerra.

******************


22.- EL CORIANO DE MOREA
Desconcierto de jornada. Día de los despropósitos. Y por otra parte…qué espectáculo tantas veces visto y, sin embargo, siempre tan bello.
Comencemos. “¿Qué hora es?, dijo Pilar cuando sintió que me incorporaba de la cama. “Las siete y cuarto”, respondí atolondrado. Me vestí, fui al baño para las abluciones cotidianas, cogí luego los trastes y los puse junto a la puerta; requerí a la perra y salimos a la calle. Cuando, en el coche, acudía a la churrería de Guillermo para el desayuno, miré el reloj del auto: “¡Maldita sea, las cinco y media!”.
Me había equivocado el despertador de la mesilla con sus numeritos rojos. “¿Y ahora?...A pasear a la perra en el parque hasta que sean las siete. Y encima, lloviendo”.
Había remitido la lluvia cuando pasaba el cerro Garrote, pero al llegar a la Marmionda volvió el aguacero gallego y marino a repicar en el cristal del parabrisas.
A las ocho y media estaba en la taberna de la junta, en la que ya había un buen número de paisanos vestidos de soldados. Qué afán, los cazadores rurales con esos ternos de camuflaje. Otro café.
-¿Dejará de llover?
- Yo creo que sí. Ya viene aclarando por Ceclavín.
Al cabo, sorteamos. Al Coriano de Morea. El número 18 del Huerto de Rafael. Me había caído en suerte un puesto cercano a los coches. En una vaguadita del arroyo, previa al terraplén que cambia el curso del venerillo, y que se cae ya a las anfractuosidades de la Fresneda.
“Si te pones algo más abajo, dominas ese rincón”, me comentó Miguel, el postor. Y me puse. Maldita la hora, porque si me hubiese quedado donde estaba la señal del puesto, tal vez me hubiera cantado otro gallo.
Enfrente, una ladera larga de retamas, y detrás, la alambrada que separa el Coriano de Las Viñas; la tierra de pizarra de la de los canchos de granito. En la misma línea divisoria de ambos suelos.
Una hora larga, y llegó el lance. Esta vez desafortunado. La vi en el alto, entre las retamas, pero sosquinándose hacia arriba. No entraba de frente, más bien se alejaba. Y encima el aire en mi pestorejo. “En cuanto salga de las retamas, le tiro”. Pero se paró, me sacó y dio un rabotazo hacia atrás. Le largué el tiro de bala, por la distancia, pero no le toqué ni un pelo.
Maldición. Ocasión perdida para la muerte del raposo.
En un otero del Coriano, junto al camino de Morales, el refrigerio. Fogatas y carne asada. Cuando casi acabábamos, el cielo, por el noroeste, se volvió negro como la famosa boca del lobo. Y el viento enloqueció. “La que nos va a caer”, comentaban unos y otros.
En un verbo, se desencadenó lo que parecía un huracán caribeño. Volaban ramas de árboles y los coches eran zarandeados como barquitos de vela. El amargor del fallo se endulzó con el magnífico espectáculo de la naturaleza.


********************

23.- MORTERA Y SUERTE DE BELVIS

Andaban en la memoria, aún recientes, las venturas y aventuras perdigoneras de Pepe Murillo, que tan sentida y admirablemente nos ha contado en su libro “Los Riberos del Salor”, cuando, ¡Oh, voluntad divina!, nos llamó N.H. para concertarnos en Membrío, la villa que se asoma a ese mundo imponente de las tierras monteras, las que forman un lado y otro del Salor, río que fluye hacia el norte, en busca de su padre el Tajo.
“Mira. Te pones ahí. Hay licencia para abatir dos venados. Y cochinos, los que puedas. Que te vaya bien”. Félix, el postor, se largó colocando a los otros integrantes de la armada. ¡Cristo bendito! ¡Sierra de San Pedro! ¡La montería por excelencia! De repente, Alfonso Onceno, el Anónimo de Almazán, Juan Mateo, Covarsí y el Conde de Yebes aparecieron por el llano y se sentaron junto a mí para examinar mis pasos y hechos.
Un día azul y ventoso el último de enero. Céfiro airado desde el llano hasta la mancha del ribero. A poco de mi estancia, comenzó el ir y venir, por la llanura encinada, de grupos de ciervas y jovenzuelos, que huían de los perrazos de las rehalas.
En mis manos, el HK se esmorecía cuando, por los bordes de la mancha, deambulaba “Monsieur Renard”…”Un montero cabal ha de ignorar al raposo” me increparon mis históricos fantasmas. Pues así será, pero me tercié el rifle y le dejé a la zorra un plomito del 30.06, que la sumió en el sueño eterno.
¿Y allá al fondo, en lontananza? ¿Brozas acaso, o es Carbajo, el pueblito blanco que se dibuja en la distancia?
Pasó N.H. a lomos de corcel, tañiendo la caracola con toques de rebato o de recogida. “¡Cumple con tu deber, remedo indigno de montero!”, me increpaba Juan Mateos. Ergo, por el llano iban cuatro o seis ciervas, y un venado algo más atrás. Puse el punto de mira sobre la paleta delantera derecha del ciervo y… apreté el gatillo.
Segunda jornada. La lluvia del alba nos llevaba hacia Aliseda cuando charlábamos en el coche de Ricardo, padre e hijo, nuestros amigos, y sin embargo, vecinos.
“Tú, hoy, de sacristán del niño. Que tengáis suerte” Y N.H. nos dejó de nuevo en manos de Félix, el postor. Eduardo y Cuco, compañeros de armada, nos llevaron hasta la mera encina de la tablilla. ¡Oh, marco sensorial, goce de ojos y oídos! ¡Oh, ventura de los sentidos! Una suave ladera hasta el cauce de un canoro arroyo y, al fondo, la solana densa de la mancha. “Hacia abajo no tiréis. Lo hacéis a lo que llegue y a lo que pase”.
El garzón Rodrigo vigilaba, tenso, la espesura frente a él; mientras yo, tras el tronco de la encina, mondaba naranjas y percibía la abstracción del escenario de la caza.
El HK, en sus manos, detuvo el tiempo (y la vida) de un fugaz venado y de un hosco jabalí de espesas cerdas. ¡Por Jesucristo vivo, estos muchachos insolentes! Yo me conformé, desarmado, con contemplar, impotente, cómo huían ante mí cinco de mis anheladas raposas con su polisón al viento.
En la hora de la libación, mediado el día, la cordialidad y atención de la gente montera y, apenas iniciada la hora vespertina, emprendimos el camino de regreso. Dulce lluvia de invierno sobre los campos monteros.


********************


24.- LA CASA CERRADA
En los comentarios que suelen acompañar a estos escritos de mis “pasos y paisajes”, abundan los insultos y denostaciones (es irremediable y ya estamos acostumbrados, después de tantos años contando y escribiendo “contra esto y aquello”); pero también acuden las palabras de aliento, comprensión y ánimo por parte de algunos lectores, que supongo buenos amigos. Mi gratitud para ellos.
Recientemente, un amable lector me recomendaba que dejara de contar mis avatares cinegéticos y que me limitara a contar eso que veo o hago en mis paseos, pero sin mancharlo con las cosas luctuosas de la caza.
Tal vez no le falte razón; pero a mí me parece que todo lo que hago, y de lo que luego escribo, está causado por mi visión y sentimiento cinegético de la vida.
Lo dijo mi muy querido amigo y mejor maestro, Miguel Delibes: “Yo no soy un escritor que caza, sino un cazador que escribe”. Justo y cabal. Y comprendo que algunos lectores se sientan incómodos cuando cuento cómo le disparo a determinados animales silvestres. Prometo, eso sí, ser más comedido, para no herir sensibilidades.
Por ejemplo, el domingo pasado. Fuimos de caza a un paraje especialísimo, un “paisaje del alma”, porque no en vano, trascurrieron en él muchos días de aquella añorada y perdida infancia. La Casa de las Viñas en la Jara de Morales.
Lo de menos fue que estuve, de puesto, por bajo de la fuente de “Catalina Pérez”, esperando a que la zorra se pusiese a tiro; lo de más sucedió luego, cuando nos juntamos para el refrigerio asado, y lo hicimos par de la casa susodicha, en la que ya he dicho que trascurrieron dorados días de aquella ya nebulosa adolescencia.
Mientras unos y otros parloteaban, bebían y comían en torno a las fogatas del otero que hay cabe la casa, yo me deslicé hacia la misma a reconocer y recordar.
Cuánta pena y nostalgia por todo aquello irremisiblemente alejado. En el exterior han cambiado algunas cosas, pero se mantiene la estructura primitiva. No las puertas, que las viejas, de madera y dos hojas, han sido sustituidas por unas enterizas de metal. Todo cerrado a cal y canto, y con los desperfectos de la edad.
Me dio un pálpito emotivo mientras deambulaba despacio en torno a aquella casa en la que comí, dormí y percibí tantas cosas de la vida. Allí dentro estarán, cubiertos de telarañas y del polvo de los lustros, los motivos de mis recuerdos. El alcabor de la lumbre en el rincón, la alcoba de la diestra, el comedor a la izquierda, las alcayatas de las que pendían la escopeta, la capa-gabán del tío, los enseres…y los espíritus-fantasmas del tío F. y la tía A.
Y desde el umbral de la puerta, el idílico panorama del paisaje: al fondo de poniente, el mar de Alcántara, la hondonada misteriosa de Valdealosa, el camino de la Cumbre, tierras garrovillanas en lontananza… pesadumbre y melancolía.


***********************

25.- HUELLAS HUMANAS

En su reciente libro, “Los riberos del Salor”, nuestro amigo Pepe Murillo nos cuenta, en uno de sus capítulos, cómo, en sus andanzas perdigoneras por aquellos parajes, ha ido descubriendo numerosas inscripciones epigráficas en las formaciones de pizarras. Y nos da cuenta de nombres, balbuceos fraseológicos y fechas. “Aquí estuvo Fulanito de tal”, “o “aquí escribió Menganito de cual”, etc.
Igual que a Pepe se le llenaba el sentimiento de cierta imprecisa ternura con esas huellas del pasado, me sucedió a mí recientemente. Veamos.
He ahí que, como se nos concedió permiso para controlar la población de raposas en el pasado febrero, acudimos, uno de esos días, a un ameno valle rodeado de barzal espeso y formaciones pizarrosas de las conocidas como “dientes de perro”.
No lejos de la vereda por la que caminábamos, L.F. me indicó un grupo de lastras y me dijo que me pusiera allí, por si la zorra pretendía salirse del valle ladera arriba, para perderse por el collado y ponerse lejos de nuestra amenaza. Y allí me quedé.
Lucía una hermosa mañana de soleado azul celeste. Ubiqué mis reales cabe la formación de pizarras, procurando mimetizarme a la sombra de un carrasco. Abrí el catrecillo, metí cartuchos en la herramienta y afilé los sentidos.
En el puesto de caza acude la fatiga a la tensa espera y, por fuerza inexorable, de vez en cuando mengua la intensidad del acecho; de modo que, en un descuido, me fijé en que, en la cara de una de las lanchas, al abrigo del viento y de la lluvia, había letras escritas en la pizarra.
Leí, no sin dificultad: “Aquí (palabra ilegible) Daniel García Serrano…( y otras letras imposibles de descifrar)”, y algo más abajo, en medio de algunos garabatos, pude adivinar otro nombre: “Saturnino…”. Me dio un pálpito como de pena. Allí también habían estado unos hombres hace qué sé yo años y habían dejado su humilde huella, su feble intento de lucha y resistencia contra ese tirano impío, que no nos tiene una pizca de miserable consideración: ¡El tiempo inclemente!
¿Qué habrá sido de Daniel, o de Saturnino?, ¿qué fueron?, ¿cazadores, leñadores, vaqueros, pastores…?
En la pizarra, las inscripciones se hacen fácilmente, y si no son hostigadas por los elementos meteorológicos pueden perdurar décadas, o tal vez siglos. Una vez, allá en Los Mosquiles, Pedro S. me enseñó una frase con fecha de mil setecientos y pico. En fin.
Pero bueno, ¿llegó la zorra o qué?
Llegó, en efecto, sosquinada y con intenciones de tomar las de Villadiego; pero antes le largué un tirascazo. Dio un salto y la perdí de vista entre la maleza. “¡Maldita sea! ¿Cómo puedo haber fallado ese tiro?”, me lamentaba; pero al cabo, David, que venía del otro lado de la espesura, me dijo que, un poco más allá, reposaba bien muertita. Había corrido un trecho con la música en las entrañas y, tambaleándose, cerca de él, se había desplomado. Réquiem…Sic transit, etc.



*******************


26.- SANTIAGO DE BENCÁLIZ

Aben Valis. No me explico cómo se puede llegar a Bencáliz desde Aben Valis pero el estudio diacrónico de la evolución fonética de los nombres tiene explicaciones para todo. A mí no me llega la luz del entendimiento, maldita sea. Bueno, dejemos el intríngulis de la antroponimia o de la toponimia y contemos lo que hemos visto; si bien, en contra del gusto de algún que otro rucio que deplora estos apuntes de pasos y paisajes.
Un miliario tirado a tres metros de la carretera, ¿será posible tanta desidia?, la Vía Delapidata está a menos de cien metros, ¿no habrá podido la autoridad encargada del mantenimiento del Patrimonio Cultural incorporar esa noble piedra cilíndrica que hicieron con sus manos y cinceles los canteros romanos y colocarla erguida al pie de la famosa (e ignorada) Vía de la Plata?
Caminamos por una senda tortuosa de bostas de vaca, entre eucaliptos, hasta la casa fuerte y torre de Santiago Bencáliz. Quisiéramos tener el léxico justo para describir sin aspavientos la magnificencia y belleza del paraje; pero no lo tenemos y pedimos disculpas por las hipérboles innecesarias que se nos salgan por la punta de la estilográfica. “Voto a Dios, que me espanta esta grandeza/ y que diera un millón por describilla/ porque ¿a quién no sorprende y maravilla/ esta máquina insigne, esta belleza?”.
No recuerdo si era así exactamente el cuarteto cervantino; pero es lo que sentimos ante las nobles piedras de la casa fuerte y la torre de Santiago Bencáliz. Allí, nadie. Esperamos presencia humana y nos disponemos a pedir licencia para lambudear por el entorno. Nadie.
De las estancias salen las zuritas y de las buráncolas, los tordos y grajillas. Nos observa un miliario asombroso, que sostiene a dos arcos apuntados de un porche. La primavera cubre con su manto polícromo el delicioso entorno de árboles y estanque.
“Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora, campos de soledad…”. No me extrañaría que el espíritu de D. Pedro de Carvajal y Golfín Portocarrero estuviera por allí cerca recitando los famosos versos de Rodrigo Caro.
“Oye, Juan, ¿y aquello?”. En una suave colina, a un tiro de piedra, unas ruinas nos llaman poderosamente la atención.
“Nuestro ilustre amigo, D. Enrique Cerrillo, sitúa ahí “Ad Sorores”, la mansio romana entre Emérita y Norba. Vamos a verla”. Sólo ya los arcos, algún muro aguanta a duras penas la inclemencia de los siglos. Una nave que se cruza sobre otra más antigua. En un rincón, apenas visibles ya, unos decorados romanos al lado de unos columbarios, especies de asientos labrados en la cantería….Dejemos este dolor, y volvamos.
Por si era poco, un tractor con rejas ha labrado un acero sobre la mismísima Calzada Romana; pero, hombre, por Dios…Pasan dos peregrinas del Camino Mozárabe hacia Aldea del Cano. “¿De dónde son ustedes?”, “Anchorage, Alaska, U.S.A.”. ¡Por los clavos de Cristo!, exclamamos sorprendidos. Pasa otra caminante solitaria y la saludamos. Habla español mejor que nosotros, ¿y de dónde és?..”Soy inglesa; mi compañera alemana viene algo más atrás”. “Vayan con Dios y mucha suerte”.
Esto es el colmo. ¿Nos merecemos la herencia cultural que nos legaron nuestros padres romanos?....Que tengan que venir de más allá del ancho mundo a enseñarnos lo que tenemos…¡Señor!


******************


27.- LA CALERA

Sábado mediante, acudimos, en compañía de nuestro amigo Jugimo y de un joven arqueólogo, a la búsqueda de una prensa romana de aceite sita, por lo visto, en esas vastas soledades que se extienden en el medio del triángulo que forman El Casar, Garrovillas y Arroyo.
Alto páramo donde nace el Villoluengo. Algún que otro galpón para el vacuno y restos, ya deformes, de viejas construcciones; pero en una anchura generosa de suaves lomeros y largas vaguadas, el mundo en vetustas ruinas de un enorme poblado que, según los prácticos, se formaría en aquel pago en época romana tardía.
¿Son esas paredes en círculo, esos promontorios, esos linderos graníticos y esas eras lo que Santiago Molano Caballero llama Corraladas de la Casita y Era de la Tabla?
Allí, en una suave loma rodeada de barruecos, un bohío espectacular. Nunca vimos tal, y mira que eran antaño abundantes esas construcciones redondas de pizarra y techo vegetal. Este es de bloques de granito y de cúpula compuesta. Un auténtico monumento que, por cierto, se desmorona por una de sus partes y que acabará siendo pasto de la ruina y la desidia. Pero ¿cómo es posible que la administración pertinente mire para otro lado, mientras se derrumban testigos tan especiales de nuestra historia?
Luego fuimos a las soledades de El Barrial, pero tal vez ese sea cuento para otra ocasión.
Dominus vobiscum. Día del Señor. Domingo. Animamos a nuestros amigos, los de canana, escopeta y perro y, desprovistos de los enseres propios de nuestro oficio, nos vamos a barzonear por esos campos en pos de las casas fuertes, de esas construcciones magníficas de los siglos pasados que, víctimas del abandono y el olvido, resisten el envite furioso de los elementos estacionales y la corrosión de los años y los siglos.
Derrota nor-noroeste. Al cabo de un par de leguas de camino gris entre paredes y alambradas llegamos a la entrada de un cercado con angarilla sobre camino de servidumbre. Hay hechos que nunca entenderemos y, por si acaso la propiedad se incomodara, caminamos dispuestos a solicitar licencia de visita. Se la tendríamos que pedir a una piara de inquietos chanchos vociferantes, a un par de mastines que se acercaron rezongantes, a una cuadrilla de gatos maulladores y a una punta de gallinas encerradas en lo que sería amplio recibidor de la mansión.


Nos deleitamos con la magnificencia de los muros de La Calera, su escudo, su patio, sus caballerizas, su iglesia y sus amplias dependencias.
Sobre construcción anterior, levantó ahí esta fábrica de casa y conjunto propio don Juan Rocco y Oribe, en aquel siglo gris del XVIII. Y no sabemos más. Habrá que preguntarle a Antonio Navareño, experto en casas fuertes y torres del ayer.
En torno a la casa de La Calera, la dehesa ideal: campo de encinas, rodales de sardón entre canchos de granito; y nosotros, siempre con nuestra visión cinegética de la vida, imaginando liebres al galope por los llanos, podencos conejeros entre la maleza de las canchaleras y bandos beatíficos de perdices deslizándose, a dos metros del suelo, en ese vuelo planeador que nos pone la adrenalina en un punto de histeria.
La Calera…”¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?”…siempre un verso de D. Francisco de Quevedo.

******************



28.- EL OASIS DE EL PRADO

Quién me lo dijera, amigos míos. No hace falta ir allá, a las lejanías del sagel sahariano para disfrutar de las delicias de un oasis. Es así que, en estos deambuleos domésticos a los que acostumbramos, a veces nos llevamos alguna que otra agradable sorpresa.
Al azar, decidimos ir a hacer una visita a la ermita de la Virgen del Prado, patrona de nuestros casi paisanos del Casar, esa villa tan cercana y que frecuentamos la mar de los días. Inexplicablemente han transcurrido muchísimos años desde que, allá en el olvido de la infancia, estuvimos en dicho paraje; pero la pátina de los años había borrado ya todo vestigio de imágenes en el recuerdo. Y llegó la sorpresa susodicha.
El páramo que se extiende hacia el norte, después del barzal domesticado de Las Viñas de la Mata, alberga en su seno un magnífico rodal de vegetación absolutamente admirable: son los entornos de la ermita. Árboles diversos, denso sardón, barzal tupido y en fin, todo un mundo de verdor agradabilísimo para los sentidos, sobre todo ya en estos días en los que el calor de mayo empieza a resultar fatigoso y contumaz.
Y la ermita. No sé yo si hay comparación con Altagracia y ni si viene al cuento la misma. Como quiera que fuese, templos de piedad y oración, consuelo de afligidos y alborozo de romerías que los casareños han guardado en la más lógica de las tradiciones.
Cabe la formidable fábrica de la ermita-templo las dependencias de los guardeses, otrora ermitaños o vaya usted a saber el mucho tráfago que ha habido, y hay, en tal idílico paraje. A unos metros, entre zarzas y arbustos, un estanque que, ¡ay!, muestra la incivilidad de algunos visitantes que hacen gala de la mala educación de los tiempos presentes, y arrojan a las aguas tranquilas los más diversos objetos. Un respeto, por Dios bendito.
Dejamos el oasis del Prado y salimos de nuevo hacia los campos abiertos del llano refulgente. ¿No son estas las tierras de Pozo Morisco? ¿Dónde está su casa fuerte? Hacia el norte, la depresión de Araya y Santo Domingo, y allí, en el raspil de enfrente, volvemos a ver La Calera. Viramos hacia la diestra y en vez de seguir el camino verdoso y grisáceo que lleva al pie de esa casa de cigüeñas, que alguna vez fue estación de ferrocarril, tomamos otro que mira hacia poniente, y al cabo de media legua una verja: ¡Mar-Mae!
Casa fuerte de Mae-Mae…pero no entramos. Hay que respetar la propiedad privada y Mae-Mae se ve enseguida que está habitada y bien vivida. De las ruinas lastimeras de Santiago Bencáliz y La Calera hemos pasado a una casa fuerte que ha tenido la suerte de haber sido recobrada para la habitación y la vida por unos dueños decididos.
Larga vida a Mae-Mae y a sus moradores. Que sus descendientes puedan habitar una morada con tanta historia en sus muros.


*****************

29.- ARROYO LA HURONA

¿Les suena, verdad? A nada que ustedes se hayan encaminado hacia el norte, hace unos años, antes de que se abriera esa velocísima y decidida autovía, pasarían una y mil veces por una señalización con el topónimo. Claro, ahí en La Perala. Una pequeña puente, unas curvas incómodas que luego solucionaron, y el arroyo.
Antes, un par de kilómetros, en un otero está el toro de Osborne, el símbolo, la imagen, ¡ay!, hoy tan desdeñada y vilipendiada. Desde ahí mismo, si miran a su izquierda, verán, a un tiro de ballesta más o menos, una vieja construcción con signos de ruina. Nos decíamos ¿la Brujaca por fin?
Salimos de la carretera por un carril de tierra hasta una encrucijada de seis caminos nada menos; elegimos el que nos llevaría a los aledaños de la casona vieja y nos metimos en la anfractuosidad de una calleja estrecha, comida del pasto y la maleza.
Al cabo, una angarilla sin candado, el paso de hormigón sobre la estrechez de la cuenca del arroyo y otra angarilla. Allá, en el arapil de enfrente, entre el ramaje espeso de unos alcornoques centenarios y un rodal de chumberas, asomaban los viejos muros de lo que identificábamos ya como casa fuerte y torre.
En todo ello, ni pizca de vida en la soledad del campo; si acaso, unas líricas tortolitas comunes nos refrescaron la mirada con su vuelo grácil y sugestivo; pero ni corrió la rabona, ni oímos el aleteo ajetreado de la perdiz, y quiera Dios que sea que están a lo que están, que en estas fechas del calendario no será otra cosa que la fértil crianza. Nada, ni pelo ni pluma para nuestro afán cinegético.
Cuatro muros fuertes de bloques de cantería granítica, el techo desvencijado y una puerta al norte, ¿al norte?, anomalía inextricable, con poderoso dintel de dos fuertes piedras verticales sosteniendo a una horizontal; en el interior, un muro que divide la habitación en dos destartaladas partes: ruina, abandono y desolación.
Deambulamos por el entorno profuso de sardón silvestre en busca de algún motivo propicio para nuestra curiosidad. No más, la finca conserva las vetustas paredes de piedra que, vencidas de los años, se van desmoronando poco a poco y son ofendidas y vilipendiadas con unas híspidas alambradas puestas al desgaire de la incuria, ¡qué hartura de alambres en el campo, Cristo Jesús!
Regresamos al auto, sito en la mínima calleja boscosa y un buen hombre espera a que despejemos la ruta para poder pasar con su camioneta. Es el arrendatario, o propietario, o lo que sea, del entorno. “Buenos días ¿es esta La Brujaca, buen amigo?”. “¿Cómo dice? Esto es el Arroyo de la Hurona?” Y no sabe más. Ni le suena.
Salimos a la vieja N-630, la Perala. Ni aquel barcito de Chiribiqui, ni la gasolinera, que apenas muestra ya los despojos de su memoria, y le prometemos al Arroyo de La Hurona que volveremos a las andadas en pos de esas casas fuertes con ermita que nos ocultan su presencia. Por la carretera, huérfana de coches, corren a discreción los motoristas, que han encontrado en esta ruta, otrora tan concurrida, pista propicia para su afición velocísima sobre dos ruedas.
La mañana está lúcida. Mayo nos ofrece, en su ecuador, un cielo frecuente de nubarrones pardos que, tacaños y cicateros, sin embargo no dejan dos gotas de agua. Falta le haría el agua llovida al seco Arroyo de la Hurona.


*************



30.- TAMUSIA

Primer día del verano. Todo el calor que llevamos ya dentro más este insoportable sopor que nos deja en el ánimo tan cruel final de primavera. El año es tan atroz y malo que no nos queda…más que pasarlo. Protestamos ante las altas instancias de los poderes divinos, sobrenaturales, naturales o humanos por hacernos pasar por año tan parco en bondades y tan largo en adversidades.
A las 8 ante meridianum, un sol de justicia; pero aún así salimos a esos parajes inhóspitos de la soledad dominical. Dominical u ordinaria, porque por esos campos no hay ya ni una rata, como el que dice. No más, algún ganadero en su furgoneta que va a llevarle el pasto a la vacada, y en cuanto termina huye del calor hacia su casa.
Eso sí: alambres que no falten, ni vacas. Hay espacios tan abonados por las deposiciones vacunas que es imposible sortearlas. Así será, si así tiene que ser, claro.
Un amplio carril, que acaba transformándose en carretera de asfalto, nos lleva hasta una anchura semejante a una rotonda. ¿Y esto?, para facilitar la visita al turista, sí. señor. Pero no hay nadie, ni un alma.
¿Serán estos dos cerros, llenos de muros milenarios, “Ad Sorores”? ¿Serán Las Dos Hermanas de aquella “mansio” romana? Tal vez no lo sepamos nunca; pero, en voz baja, estando a 18 kilómetros de la Calzada, mucha distancia parece ¿no? En fin.
El Tamuja traza una curva de ballesta entre San Polo y San Saturio, ¡perdón, que me voy al poema de Machado!, quiero decir en torno a los dos castros; y en ellos, excavaciones abandonadas que dejan al aire el trazado de aquellos hogares de la gente de hace tantos siglos, murallas que han guardado, milagrosamente, la estructura granítica de las capas inferiores, hornos apenas percibidos, el imponente foso de defensa, tantas cosas…
Pero sobre todo, la impronta del abandono, la desidia, el inexorable deterioro.
Qué le vamos a hacer. Esperemos que algún día la autoridad competente se ocupe de recuperar estas admirables huellas de aquellos que nacieron, vivieron y murieron donde lo hacemos ahora nosotros; con la diferencia de algún milenio que otro, claro. Y aviso para navegantes: de ningún modo tratamos de enmendar la plana a los profesionales de las huellas de la Historia.
El hecho de que amemos, como a pocas cosas, todo ese ingente material que resiste el paso del tiempo y nos muestra, un poco, cómo fue la vida de nuestros antepasados, no interferirá nunca en la labor de los profesionales, ¡Dios nos libre!, ni pretendemos algo que no sea la recuperación del patrimonio histórico y cultural de estos cada día más tristes campos de soledad y mustios collados.
El caso de Tamusia, por no ir más lejos.
Cuando regresábamos, apenas iniciado el refulgente cenit del día, un chajuán insoportable caía sobre los campos de encinas y los páramos desolados y ardientes. Como el primer día del verano sea premonición de lo que nos espera, habrá que proponer a nuestros amigos aficionados a las escurribandas matinales y dominicales, salir en pos de las huellas del pasado a las horas oscuras del ultimo tercio de la noche, cuando el monte, gato garduño, eriza sus pitas agrias, como tan lindamente escribió el poeta.


************



31.- SANSUEÑA

Ambatus scripsi carlae praisom segias erba muitieas arimo…”. ¡Alto ahí! No se me encocoren y no me acusen de “petulante” (en todo caso, sería pedante). Con permiso, eso es una transcripción, con caracteres latinos, del vetustísimo idioma lusitano. ¿Qué de dónde he sacado yo eso? De una página web sobre el asunto, que para eso hoy, en internet, se puede llegar a todos los sitios.
¿A cuento de qué toda esta vaina? A que fuimos de lambudeo, perdón, de paseo, a Sansueña, al sitio llamado así porque está sito en un promontorio rodeado por el arroyo de tal nombre, afluente, allí mismo, del Salor. El arroyo de Sansueña. Lo que ya no alcanzo es a saber por qué ese nombre para ese venero de cauce estacional, bueno, seco casi siempre por culpa de estas pertinaces sequías.
¿Y qué tiene que ver Sansueña con el lusitano? Hombre, porque el lugar está cerca de Arroyo de la Luz; si bien, yo creo que está más cerca de Aliseda, en fin, entre una y otra localidades. Pero el nombre tiene miga, porque lo cita nada menos que Cervantes en El Quijote. Lo que leen. En el capítulo XVI de la segunda parte de la historia del famoso caballero, en una de las frecuentes diatribas entre el hidalgo y su escudero, a propósito de una dama y un moro, aparece el nombre del rey moro Marsilio de Sansueña. ¿Qué Sansueña? Más adelante Cervantes lo nombra Marsilio de Zaragoza.
Decía que Arroyo es uno de los tres sitios en los que se han encontrado textos lusitanos; los otros dos están en Portugal, y son Cabeço das Fraguas y Lamas de Moledo.
Llegados a esto, ya nos hacemos un lío entre vetones y lusitanos, Arroyo y Sansueña, y vamos a tener que pedirle a los doctos que nos aclaren este caudal de ciencia e historia.
Lo cierto, para nosotros, es que todo esto es fascinante. Que se conozca, aunque sea una minucia, algo de aquello que hablaron, hace dos mil quinientos años, aquellas pobres gentes que vivieron en ese sitio determinado…nos embebe y nos emboba.
Allí, a mano derecha de Aliseda, según se va para Valencia de Alcántara, cementerio abajo, por un camino bastante fragoso y hostil, dejamos el auto y caminamos un par de ballestazos hasta el mero cauce del Salor. En el otro lado está Sansueña. El Salor, a estas alturas del año y tras semejante pertinaz sequía, nos mostraba unas tablas de aguas verdes que daba miedo mirarlas.
Por una pasera de juncos llegamos a la orilla diestra y subimos al cerro, fuertemente poblado de olivos y acebuches, que albergó las vidas de aquellos a los que nos hemos referido antes. Fortaleza de murallas desvencijadas, montoneras de piedras, que fueron casa y habitación de primitivos pobladores, muros de defensa, algunos tan reciamente conservados, huella de los salteadores de tesoros que, sin escrúpulos, han abiertos oquedades y buráncolas por doquiera, en busca de supuestas riquezas y joyas fabulosas. Casi todo el reducto al albergue del cauce curvo del arroyo que busca al río, menos la entrada nordeste, en la que se destaca la muralla en talud mejor conservada.
En fin, Sansueña duerme la urdimbre de los siglos. Suponemos, imaginamos, soñamos que el imperceptible pálpito, de lo que allí hubo y existió, nota la presencia de los que visitamos, con respeto y devoción, la huella de su paso por la tierra.
Sic transit…

************

32.- POR LA CALZADA EN NORBA

Hemos estado localizando los lugares en los que creemos que deben ir las placas que faciliten el paso por Norba de todos esos peregrinos que veis de continuo, mochila al hombro, pasando por la ciudad y buscando la dirección de salida hacia el norte.
¿Que quiénes? Nosotros, la Asociación de Amigos de la Vía de la Plata. ¿Qué cuántos somos? ¡Buf! Una legión o más, varias cohortes de legionarios. Por lo menos Juan, Juancho, Julián y yo, que ya está bien. Frivolidades aparte, nosotros no vamos a entrar en conflicto con nada ni con nadie. Lo único que pretendemos es que esos peregrinos puedan llegar a Norba, seguir los pasos de los peregrinos mozárabes, y si lo prefieren, que entren en el recinto monumental, vayan a ver a Santiago en Santa María (está allí en la parte derecha del retablo de madera del altar mayor), volver a Santiago de los Fratres, y en vez de seguir por donde iba la calzada antiguamente, coger la ruta de Nidos y Margallo y salir por la Plaza de Toros, camino del Casar. Vale.
Que conste que la calzada antigua salía por donde ahora está San Blas hacia el Cementerio y en línea directísima y recta hasta el Cementerio del Casar, atravesando los Muelos. Pero lanzar por ahí a los peregrinos sería temeridad, molestia e incordio que de ninguna manera pueden ser, claro; por lo tanto que vayan por la carretera. A ver cuando se soluciona, de una maldita vez, el paso peligrosísimo de la salida de la rotonda, porque es otra temeridad que vayan los pobres caminante con los coches rozándoles las calzonas y la mochila.
Bueno está lo que está bien, pero que conste que nuestro afán es devolver a la Calzada Romana el esplendor que tuvo hace siglos. Como otras regiones tuvieran el segundo Camino de Santiago en importancia, en cuanto a transeúntes, de la Península Ibérica, hace ya lustros y décadas que habrían puesto su carne en el asador para darle el ringorrango que merece. Y lo cierto y verdad es que no es así, díganlo Agamenón o su porquero.
No hace mucho pudimos constatar cómo un tractor le había metido un meneo de tomo y lomo a la mismísima calzada aquí bastante cerca. Las agresiones actuales son panem nostrun quotidianus danobis hodie. (Le dedico el latinajo a esos a los que ofende tanto la lengua de Salustio).
¿Y el estado de la Calzada dentro del “límite radio”, como dice el monolito que hay cabe la gasolinera de mi amigo Cosme, al cual agradecemos que le salvara la vida antes de que un empleado municipal lo arrojara a la escombrera de turno? La Calzada, oculta, tapada y ninguneada. Será así porque tendrá que ser así, pero es una pena. A ver si ahora con esas placas que hay en el suelo y las que pretendemos que luzcan en paredes y muros, por lo menos conseguimos que esos cientos de peregrinos (la mayor parte centroeuropeos) puedan seguir su rastro con comodidad.
Norba, Qazris, Cáceres tiene que ser una estación fundamental en el trayecto del vetusto, antiquísimo y nobilísimo Camino Mozárabe de Santiago, porque para eso fue “mansio” de la secular Vía Delapidata.

S. Calvo Muñoz
J. Gil Montes (por la adenda del nº 6).